José Woldenberg
Reforma
12/11/2015
Ante el marasmo, el desencanto y el malestar, el país requiere de una causa común, de un horizonte compartido. Una brújula que oriente los esfuerzos hacia un objetivo loable, que pueda sumar voluntades y despertar alguna dosis de esperanza. Requerimos -como país- inyectar sentido a la actividad política, trascender la circunstancia inmediata, ofrecer futuro. Se trataría de construir una plataforma sólida para nuestra convivencia que no pretendería (por imposible) la unanimidad ni la desaparición de las diferencias políticas e ideológicas, sino por el contrario, la edificación de un mejor ambiente para su expresión y reproducción.
Hay que labrar un «nosotros» inclusivo, pero ello no se alcanza por decreto ni de la noche a la mañana, se requieren fórmulas que reviertan la escisión en la que se reproduce el país y la cimentación de unos mínimos de bienestar universales capaces de transformar nuestra deteriorada coexistencia en una convivencia medianamente armónica. Dado que una sociedad no es -no puede ser- un simple agregado de individuos, sino que requiere algunos elementos cohesionadores, es necesario preguntarnos qué es lo que impide que México sea una comunidad, o para no ser tan ambiciosos, una sociedad medianamente integrada.
Durante varias décadas existió un horizonte, una meta, un ideal: fue el de la democracia. Las energías de miles y miles de mexicanos se orientaron a desmontar una pirámide autoritaria y a construir un germinal régimen pluralista. Esos esfuerzos, movilizaciones, reclamos, diagnósticos y propuestas, no solo ofrecieron un porvenir posible sino inyectaron fuertes dosis de ilusión e incluso de quimeras, que supusieron, en su momento, vitalidad y esfuerzo de amplias capas de la sociedad. Partidos de izquierda y derecha, organizaciones empresariales y de trabajadores, agrupaciones de la sociedad civil, publicaciones, académicos, periodistas, alinearon sus reivindicaciones hacia la edificación de un régimen que permitiera la convivencia y la competencia pacífica y ordenada de su pluralidad política. Y con todas sus insuficiencias, los resultados están a la vista.
Pero resulta evidente (o evidente para quien lo quiera ver), que lo alcanzado no solo parece insuficiente sino que se está erosionando, porque no atendemos dos fallas tectónicas de nuestra contrahecha convivencia. Me refiero a los temas de la pobreza y la desigualdad y al del notorio déficit en el Estado de derecho. Sin un esfuerzo sostenido y encaminado en esa dirección me temo no solo que el fastidio social irá al alta, sino que el país continuará reproduciendo una coexistencia tensa y polarizada.
El combate a la pobreza y la desigualdad que no son lo mismo, pero que hacen a la primera más irritante en contraste con la segunda, debe emprenderse porque por definición es promisorio, pero además porque es la única vía para generar un mínimo de cohesión social (ese sentimiento de pertenencia a una comunidad mayor, nacional), porque parece un requisito indispensable para fortalecer nuestras incipientes rutinas democráticas e incluso por la necesidad de robustecer el mercado nacional. Ya se sabe, mientras persistan franjas millonarias de mexicanos que no puedan satisfacer sus necesidades materiales y culturales mínimas, difícilmente esas personas podrán ejercer a cabalidad sus derechos, no se sentirán incluidas, con dificultades podrán valorar lo ganado en términos de libertades; y al coexistir en un mar de desigualdades, el sentimiento de exclusión y mal trato se seguirá extendiendo.
Por lo que se refiere a nuestro déficit de Estado de derecho, vivimos una paradoja y rezagos monumentales. La paradoja consiste en que el proceso democratizador fortaleció, para bien, la cara expresiva de la vida pública: hoy las más diversas agrupaciones son capaces de colocar en el escenario sus reclamos y necesidades (por supuesto de manera más que desigual), pero en relación a la otra faz, la que tiene que ver con el orden democrático -que supone la subordinación de los intereses particulares a la Constitución y la ley-, casi nada hemos avanzado. Y si a ello le sumamos los déficits inocultables en todos los eslabones de las instituciones encargadas de la persecución del crimen y la impartición de justicia, entonces lo que aparece es que la ley del más fuerte es la que se impone en infinidad de casos.
Entonces, si deseamos fortalecer el basamento necesario para que nuestra diversidad se exprese y recree, las tareas enunciadas resultan (creo) ineludibles.