Ricardo Becerra
La Crónica
24/09/2017
Conforme se remueven los escombros, se encuentran seres humanos de entre las ruinas y se busca una rendija hacia una normalidad futura, danzan en el ambiente ideas y pulsiones, sentimientos y humores, que no permiten mirar claramente la tragedia y menos un proyecto más o menos cierto hacia el futuro de la Ciudad.
Puede ser el contexto previo y por supuesto el largo trauma de la guerra contra el narco. También esa predisposición —tan humana— de ver la realidad como una perenne dicotomía: bien-mal; dios-demonio; divino-profano y un largo etcétera. Ahora, en medio de los escombros, la dicotomía que emerge es la de Estado contra Sociedad Civil.
¿Que es lo que he visto éstos días en las distintas zonas devastadas, en los alrededores de los edificios desplomados, en los centros de acopio, lo mismo en la Del Valle, en Lindavista o en Xochimilco? Pues que en medio de la tragedia, no hay tal enfrentamiento sino una cooperación y ayuda mutua. He visto a los Bomberos, al Ejército, a la Marina encabezar las tareas más duras al lado de cientos de mujeres solidarias poniendo orden en las calles y las zonas aledañas, controlando la entrada y salida de las zonas en problemas. La Policía Federal junto a miles y miles de ciudadanos desinteresados, actuando juntos.
Es una pura patraña periodística decir “los vecinos llegaron primero” ¡pues claro que sí! entre otras razones porque viven allí, al lado. En medio del nerviosismo y la prisa ha habido fricciones, malentendidos (y no pocas mentadas) pero puedo constatar que, poco a poco, cada quien ocupó su lugar en medio de una catástrofe desconocida por toda una generación. Insisto: hablo de este episodio de la vida nacional y no de una relación idílica, pero veo a las vecinas preparando los alimentos de cientos de rescatistas: lo mismo al soldado que al joven que llegó de Nuevo León; los ciudadanos en orden, sacando con velocidad los escombros en largas hileras; los albañiles, especialistas en cincelar y crear boquetes; los bomberos y los marinos en la cúspide de las ruinas pidiendo ayuda de los ciudadanos y de las empresas que han puesto sus máquinas y sus expertos al servicio del rescate y remoción de escombros.
Al menos en este episodio, aquí no existe el famoso antagonismo entre sociedad civil y Estado: al contrario, existe colaboración, respeto, y al cabo, puedo decir, admiración mutua. Unos, por su entrenamiento, su valor y su experiencia; otros, por su voluntad de ayudar y su solidaridad a toda prueba.
Otra estorbo es el fútil discurso de la austeridad y sus detritus: desde la tecnocracia central debe admitir que esta tragedia muestra, entre otras cosas, la aguda falta de inversión, la fragilidad de la infraestructura, las enormes necesidades materiales pospuestas desde hace décadas, sobre todo en agua y transporte. El secretario de Hacienda no le atina: no se trata de “reordenar el gasto” para encarar la tragedia, sino de hacer nuevas cuentas reconociendo las sorpresivas necesidades que llegaron con el sismo o que el propio sismo exhibió arrebatando vidas.
La sacudida trágica del 19 de septiembre vino a su- brayar que México necesita entrar en una nueva etapa constructiva con una prioridad central: la recuperación de la inversión física y pública. La absoluta prioridad no es el sacrosanto “superávit primario”, sino ese plan para un desarrollo distinto de nuestra vida urbana.
Qué gesto tan conmovedor el que los partidos devuelvan parte de sus prerrogativas, pero más allá de la demagogia de todo signo, lo que México necesita es un enorme esfuerzo equivalente a decenas de miles de millones de pesos sostenido a través de muchos años, si es que hablamos en serio de la viabilidad de un país predestinado a afrontar gigantes desafíos de la naturaleza, de su demografía y de su cambiante sociedad.
Y finalmente, la palabra reconstrucción que alude a la intención de regresar al punto de partida: restablecer lo que había sobre las mismas bases. Pues es exactamente al revés: de lo que se trata es de una nueva, gran discusión en torno al desarrollo económico, social y especialmente, urbanístico. 80 por ciento de la población está en una Ciudad. México debe abandonar la noción de aglomeraciones astrosas, desarrollos salvajes, improvisación o ”pueblos originarios”, para dar paso a otra visión, de iguales, sustentable y democrática.
Si algo bueno emerge del desastre y de sus ruinas, será un replanteamiento del sentido mismo de la Ciudad y con ello, del país.