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El debate público

Impuestos, crecimiento, equidad

José Woldenberg

Reforma

27/08/2015

En el duro y pertinente «Retrato de un país desfigurado» que dio a conocer hace unos días el Instituto de Estudios para la Transición Democrática, que preside Ricardo Becerra, se dice que «es indispensable abrir un debate sobre los principios, objetivos y prioridades del gasto, centrados en la construcción de una agenda pública para el crecimiento y la equidad social: presupuestar para la equidad y la seguridad social, y orientar el peso del gasto hacia la redistribución. La convocatoria al presupuesto base cero puede aprovecharse para anclar en el presupuesto una estructura que asegure un piso mínimo de derechos económicos y sociales universales, y que pueda robustecerse con el tiempo (a través de reformas hacendarias progresivas)».

Y en efecto, crecimiento, equidad y fiscalidad conforman un triángulo estratégico. Jaime Ros, en su más reciente libro, nos recuerda que el sistema fiscal teóricamente debe cumplir 3 funciones: «a) provisión de bienes públicos y de acumulación de capital público (infraestructura física y social), b) estabilización de la actividad económica…mediante una política anticíclica que modere las recesiones y atenúe los auges… y c) redistributiva, orientada a reducir la concentración del ingreso y la riqueza mediante un sistema de impuestos progresivos y una estructura de gasto que atienda las necesidades de los estratos de menos ingresos». (¿Cómo salir de la trampa del lento crecimiento y alta desigualdad? El Colegio de México. UNAM. 2015).

No obstante, «en México ninguna de estas funciones se cumple satisfactoriamente» y ello debido a la «baja carga fiscal». Ros demuestra que dicha carga no es solo inferior a la de los países de la OCDE, sino también se encuentra por debajo de la de los países de América Latina. Y «el efecto de la baja carga impositiva es un bajo nivel de gasto público, en particular (1) de inversión pública (sobre todo en infraestructura), también (2) un «gasto social» precario (a pesar de que aumentó, se encuentra por debajo del promedio latinoamericano) y las (3) «cuentas fiscales siguen siendo fuertemente vulnerables a los cambios en los ingresos petroleros», por lo que su función estabilizadora tampoco puede cumplirse de manera cabal.

Pero la recaudación fiscal no solo es baja, resulta injusta. «Recae de manera no proporcional en los impuestos indirectos en lugar de en los ingresos a las personas y empresas e impuestos a la propiedad, como sucede en los países desarrollados». Mientras la tasa máxima del Impuesto Sobre la Renta bajó (de 55% a principios de los 80 a 28% en 2009, para recuperarse con la última reforma fiscal -35%-), el IVA ha tendido a aumentar (del 10% en sus orígenes a 16% hoy). Y no solo la recaudación es desigual (en México los impuestos a la propiedad suman cero, mientras en los Estados Unidos representan el 12.9% de los ingresos fiscales), el gasto tampoco ayuda a atemperar las desigualdades, como sí sucede en los países europeos y asiáticos desarrollados.

Como se sabe, para medir la distribución del ingreso se utiliza un coeficiente llamado de Gini. Ros hace un interesante ejercicio para observar el resultado de esa distribución dejada a la sola fuerza del mercado para luego compararla con el resultado que se obtiene luego de la «función redistributiva del Estado» (política fiscal y gasto). La conclusión: «México tiene un Gini de mercado similar al de Portugal, Italia, Gran Bretaña y Alemania». Pero no resulta así después de impuestos y transferencias. Mientras en México la corrección es de aproximadamente 2 puntos porcentuales en Alemania es de 20.

Por supuesto modificar la fiscalidad para hacerla más robusta, progresiva y redistributiva no es sencillo. Hablamos de afectar intereses duros y maduros. Y Ros, de nuevo, ofrece algunos ejemplos ilustrativos y provocadores. Dice: si el 1 por ciento más rico de la sociedad mexicana (que se «apropia aproximadamente entre el 21 y 30% del ingreso total») pagara tasas impositivas similares a las de los países escandinavos y se abolieran todos los demás impuestos, «podríamos mantener o elevar la actual carga fiscal». Pero siendo realistas, nos dice, aumentando un poco más la progresividad en el pago del ISR y elevando los impuestos a la riqueza y estableciendo gravámenes a las grandes fortunas heredadas, podríamos no solo elevar la recaudación, sino reducir la desigualdad y promover el crecimiento económico. Y por supuesto habría que hacer transparentes todos los ingresos y egresos de las instituciones públicas.