Adolfo Sánchez Rebolledo
La Jornada
15/01/2015
Estamos a la víspera del nombramiento de todos los candidatos a cargos de elección popular que habrán de disputarse este año y, no obstante que se trata de un acto estelar en la vida política, nada importante parece estarse despejando. Llama por ahí la atención una renuncia inesperada, una candidata prestigiada excluida, saltos puntuales de quienes aspiran a mejores posiciones, todo eso y más es el pan nuestro de cada día, aunque en medio de la espotización pocos acierten a distinguir cuáles son las grandes diferencias entre los que son postulados por un partido o por otro. Se ha impuesto un tono gris bastante menor, coincidente con la mala opinión que ya tienen de la política amplios sectores de la población. Algo anda mal, pero esta vez los problemas no están en la reglas o en el funcionamiento de las instituciones electorales, aunque nadie les ahorra la menor crítica. Hay puntos de la geografía nacional donde se cuestiona la propia realización de los comicios creando nuevos focos de alarma a los ya existentes. El malestar proviene de la incertidumbre cuando no del hartazgo o la desilusión. Por eso se habla de crisis política, pese a la retórica triunfalista y la ideología invisibilizadora de los últimos tiempos.
El desinterés proverbial por las elecciones intermedias es de algún modo una de las reminiscencias de la vieja cultura presidencialista que avasalló a los otros poderes, comenzando por el Legislativo. Todos los esfuerzos realizados para restaurar su función constitucional, la independencia más allá del formalismo han tropezado hasta ahora con esa herencia de sospecha y desconfianza que en nuestros días alcanzan cotas inverosímiles. En contra de la buena imagen de los legisladores pesan numerosas prácticas que son absolutamente opacas para el ciudadano común, y una condena moral genérica al considerarla una actividad egoísta, personal, en la que lo que cuenta menos es la ley y la voluntad de la gente una vez que ha dado el voto. Se ha llegado a decir que vivimos una suerte de crisis de representación, es decir, una falta de correspondencia entre la política, la autoridad y las necesidades de la ciudadanía. En lugar del pluralismo tan anhelado tendríamos, como dicen los españoles de Podemos, una suerte de casta que diluye las opciones en un magma de intereses oportunistas. Por eso hay quienes creen que se puede acceder a una política más democrática sin partidos, sin organización política como tal, viejo error que limita la visión y los alcances de los movimientos sociales que hallan en la vida innumerables temas por los que vale luchar sin convertirse en falansterios políticos. En lugar de someter a la crítica a los partidos contendientes y forzarlos a cambiar, o incluso de crear nuevas organizaciones, algunas voces reclaman el voto nulo o un curso de acción que se opone a las elecciones como un momento cumbre de la confrontación con el Estado sin diferenciar intereses en pugna. No se acepta que un alto abstencionismo es inocuo para el funcionamiento de todo el mecanismo, pues incluso en los peores escenarios de voto nulo habrá unos ganadores en las urnas que se alzarán sin ingenuidad dándole una vuelta de tuerca a los criterios de legitimidad. Llevamos varios años ahogándonos en este pantano del que no se sale negando las elecciones pero tampoco renunciado a la más abierta competencia regulada por la ley. La razón por la cual priva el desencanto se debe más bien a la frivolidad con que las élites asumieron los grandes problemas nacionales y se inventaron una democracia a imagen y semejanza no ya de las mayorías sino de los intereses que las comandan.
La debilidad de los partidos está indisolublemente vinculada a la crisis de seguridad, a la presencia de la violencia como un dato de la realidad cotidiana, a los fenómenos de corrupción, a la ausencia de crecimiento y la desigualdad galopante que marca con su estigma las políticas públicas.
La polarizacion social no eleva la calidad de los partidos. Tampoco crea espontáneamente una nueva opción no contaminada como algunos quisieran. Los riesgos, en cambio, son enormes. Cada vez más es urgente un cambio de fondo.
La democracia como tal no es la responsable de la crisis nacional, pero la incapacidad de las élites gobernantes para escuchar al país sí cuestiona su legitimidad supuestamente superior. Éstas no siguen los ritmos de la movilización social; ignoran las causas que marcaron la decadencia del antiguo régimen y no aciertan a perfilar la salida menos indolora para la gente. El Estado mexicano perdió la hegemonía conquistada por historia y reclamada como premisa para contar en el mundo globalizado. Hoy ese aterrizaje a tierra de nadie es insostenible para la mayoría, por más que algunas fortunas hallen su agosto. La sociedad debe dar a la recuperación del Estado –Cordera dixit– el lugar que la irresponsabilidad neoliberal le negó durante las décadas previas. Fue en ese largo proceso de replanteamiento de la democracia cuando también se abandonan los acuerdos fundamentales que a través de la historia permitirían construir el Estado con una perspectiva propia, nacional; los paradigmas fundadores, esto es, los fines sociales del Estado se transformaron en retórica, en democratismo complementario de la razón burguesa que se quiso entronizar en el universo de la desigualdad. Es por ello que hay que revivir el ideal de igualdad como guía para ordenar la vida pública mediante una racionalidad eficaz para enfrentar el conflicto social sin indolencia y abusos represivos. Nos urge un nuevo acuerdo político moral fuera de la autocomplacencia de los que hoy tienen la sartén por el mango. Hasta hoy la disputa por el poder se ha blindado tras la opción electoral, pero ya se escuchan voces que no creen en él y se perfilan por una visión apocalíptica de la que no se excluye la violencia, amparada en la convicción de que no hay otra cosa mejor que hacer. Frente a la demagogia del poder por el poder mismo, no es la mejor salida unir bajo el cauce de la desesperación y la violencia las manifestaciones de resistencia popular.
A Rosaura, Elsa y la familia Cadena.