Las iglesias –a veces lo pienso– quieren derrotarnos por la vía del agotamiento. Como su gesta es milenaria apuestan por la claudicación o la indolencia de los defensores del Estado laico. Y nos van cansando. Para colmo somos pocos y nuestra causa no concita movilizaciones. Por eso conviene recordar lo que está en juego cuando la laicidad estatal es desfondada, como está sucediendo en México.
Para empezar está en riesgo la libertad de pensamiento. Esa que es el primer eslabón de libertades requiere de arreglos institucionales, en los que las ideas de unos no tengan más peso que las de los otros. El creer o no creer en una deidad determinada no debe ser el criterio para el trato que reciben las personas.
De ahí que, junto con la libertad de pensamiento, esté en juego también el principio de igualdad. Esto es así porque, además, la laicidad también es una garantía contra la discriminación. La lógica está atada a la anterior: si las personas no valen por lo que creen sino por lo que son y si sus creencias son respetadas por igual, entonces nadie recibe un trato privilegiado (o es despreciado) por motivos religiosos. Esto vale también –y eso es muy importante– para quienes no profesan religión alguna. Las creencias de las personas deben ser una cuestión irrelevante para las autoridades del Estado en una sociedad democrática.
Para garantizar esa libertad y esa igualdad de trato, los Estados laicos deben asumir políticas públicas concretas. Para empezar deben adoptar normas constitucionales y legales que reconozcan la importancia de esos derechos. En México lo hemos hecho desde 1917 y lo refrendamos en 2006, cuando se reformaron los artículos 24 y 40 constitucionales para confirmar la identidad laica de nuestra República. El problema es que los gobiernos –nacionales y estatales– con frecuencia han ignorado ese mandato. Desde hace tiempo, por acción y sobre todo por omisión, desde el poder público se ha abandonado al principio de laicidad.
Dicho principio impone a las autoridades un deber de imparcialidad, que debe traducirse en políticas públicas que garanticen la existencia de las organizaciones religiosas como expresión de los derechos de las personas que las integran pero no como instituciones valiosas en sí mismas. Lo que debe protegerse es el derecho de las personas que creen en determinada fe y que se organizan para profesarla, pero no a la institución –asociación, comunidad o iglesia– que conforman.
De hecho, el Estado debe regular a esas asociaciones y someterlas al imperio de la ley. Por ejemplo, debe impedirse que esta o aquélla institución religiosa se apodere del espacio o de bienes públicos para difundir sus creencias y adoctrinar a las personas. Los bienes públicos son de todos y todas y, por lo mismo, no pueden ser el patrimonio de nadie ni deben ser colonizados por una visión –por más legítima que esta sea– parcial del mundo.
De ahí el rechazo que debe provocarnos el otorgamiento de concesiones de radiodifusión por parte del Instituto Federal de Telecomunicaciones –con el aval de la Secretaría de Comunicaciones y Transportes y de la Secretaría de Gobernación– a una organización denominada “La Visión de Dios AC”. Esa decisión nos afecta a todos porque pone un bien público y común en manos de una de las muchas organizaciones religiosas que existen en México.
Mayor rechazo merece el Reglamento Interior de la Secretaría de Gobernación, expedido directamente por el Presidente de la República el 31 de mayo de este año, que en su artículo 86 faculta a la Dirección General de Asuntos Religiosos para “proponer y coordinar estrategias colaborativas con las asociaciones religiosas, iglesias, agrupaciones y demás instituciones y organizaciones religiosas para que participen en proyectos de reconstrucción del tejido social y cultura de paz que coadyuven a la consecución de las atribuciones materia de la Subsecretaría de Desarrollo Democrático, Participación Social y Asuntos Religiosos”.
Involucrar a las iglesias, bajo la coordinación directa de una autoridad del Estado, en tareas que son obligación de este último es la peor derrota para la laicidad estatal desde el Siglo XIX. La coalición con el PES durante la campaña electoral del año pasado fue el primer paso en la dirección que ahora se consolida. La 4T, además de centralista –basta ver la iniciativa de reforma electoral presentada por un diputado de Morena–, está resultando conservadora. Digan lo que digan sus promotores.