Fuente: El Universal
Lorenzo Córdova Vianello
Aunque resulte una obviedad, en los tiempos que corren no está de más recordar que la democracia tiene en la tolerancia uno de sus pilares fundamentales. Sin tolerancia, es decir, sin una actitud de respeto frente a las ideas y posturas sostenidas por los demás con independencia de que puede haber legítimas coincidencias o diferencias con ellas, la convivencia democrática es, simple y sencillamente, impensable.
Todas las esferas de la vida democrática se rigen bajo esa lógica. No podría ser de otra manera, pues de lo contrario las diferencias serían irresolubles y el conflicto inevitable. Si no existe el respeto y el reconocimiento de dignidad de las convicciones y de los planteamientos de los otros, por muy profundas que sean las diferencias frente a éstos, se abona el terreno para la descalificación, el rechazo y el conflicto.
En ese sentido, la democracia se construyó como la única forma que permite la coexistencia de la pluralidad política, ideológica, religiosa, social y racial que caracteriza a las sociedades modernas, a partir de una lógica incluyente y respetuosa de las diferencias.
En efecto, el discurso antidemocrático por excelencia es aquel que desestima cualquier pretensión de legitimidad a quien piensa diferente y que incluso lo rechaza y hasta lo persigue. La historia, como sabemos, está plagada de ejemplos ominosos en ese sentido.
La tolerancia en las democracias no está referida únicamente al Estado y, en ese sentido, no sólo se traduce en la obligación de las autoridades a no perseguir posturas diferentes a las que se sostienen desde el poder político; también se impone como una actitud de los ciudadanos frente a los otros miembros de la sociedad. De otra manera, si en el tejido social permean actitudes de intolerancia, la democracia tarde o temprano se erosiona y corre el riesgo de graves distorsiones e incluso de propiciar el florecimiento de expresiones autoritarias.
El lamentable contexto de crisis económica, de inseguridad y de falta de confianza en la política y en las instituciones crea un caldo de cultivo en el cual se lesiona la capacidad de tolerancia y abona el surgimiento de pulsiones refractarias a la aceptación y el respeto de las diferencias.
En ese ambiente es frecuente que los contrastes se exacerben y que las diferencias sirvan de base para descalificaciones y eventualmente para acusaciones y denuesto.
Como se ha demostrado en incontables ocasiones, un discurso centrado en las diferencias, que las acentúe por encima de los elementos de coincidencias en una sociedad, termina por alimentar lógicas maniqueas, las amistades frente a las enemistades y, al cabo, la negación de cualquier valor a las opiniones discordantes.
En un ambiente como ese las diferencias tarde o temprano se traducen en condenas públicas construidas con base en discursos dogmáticos, equiparables a linchamientos que de democrático no tienen nada.
En días recientes hemos visto una condenable expresión de ese tono discursivo en la opobrobiosa descalificación que Hugo Valdemar, vocero de la Arquidiócesis de México, hizo de Emilio Álvarez Icaza, uno de los más destacados aspirantes a ocupar la presidencia de la CNDH, al afirmar que él era “el más connotado abortista del DF”.
Que Valdemar no coincida con las posturas de alguien es absolutamente legítimo; sin embargo, que utilice ese tono más desde la posición que ocupa es preocupante, pues su descalificación no hace otra cosa más que crispar aún más una sociedad que ya está polarizada y que cada vez es más propicia a aceptar la lógica de buenos y malos, de amigos y enemigos, que, lejos de expresar una vocación democrática, fomenta justamente el énfasis en los contrastes de los que se nutren los autoritarismos.
Investigador y profesor de la UNAM