José Woldenberg
El tiempo pasa y todo lo corroe, todo lo destruye. No sólo transforma, sino aniquila, convierte a las personas y a las cosas en su contrario, en algo irreconocible, y en el largo plazo, en humo. Ésa parece ser una de las contantes de los cuentos de José Emilio Pacheco reunidos en El principio del placer (Joaquín Mortiz, México, 1972).
Zenobia, por fin, puede festejar que su amiga Rosalba y ella son iguales. La vejez las ha hecho más que similares. Una larga vida marcada por la envidia pone las cosas en su lugar. Rosalba fue la mejor alumna, «la que llevaba la bandera, la que salía bailando». Luego, la que tuvo más novios, la que se casó primero con un muchacho rico, después con un extranjero y así hasta sumar cuatro maridos. La que vivía en Las Lomas, la que tenía chofer. Y por el solo hecho de existir le agrió la vida a su amiga, una solterona, que al compararse siempre perdía. «Pero hoy (le dice Zenobia al cura), la vi en la esquina de Madero y Palma… ese cuerpo maravilloso, esa cara, esas piernas, esos ojos, ese pelo color caoba, se perdieron para siempre en un barril de manteca, bolsas, arrugas, papadas, manchas, várices… Me apresuré a besarla y abrazarla… Se había acabado ya todo lo que nos separó». El inclemente tiempo había realizado su labor. («La zarpa»).
Andrés Quintana es un escritor que no escribe. Es apenas «corrector de estilo en la Secretaría de Obras Públicas». Coartadas le sobran para explicarse su situación: «en el subdesarrollo no se puede ser escritor/ el libro ha muerto: ahora lo que me interesa son los mass-media…». Recibe entonces la oferta de escribir un cuento para una nueva revista. Se la hace su amigo de juventud Ricardo. Han transcurrido 12 años desde la última vez que se vieron. Y al reencontrarse, el tiempo pasado se convierte en el personaje central: «El ha cambiado/ yo también/ nadie hizo lo que iba a hacer/ ambos nos jodimos pero a quién le fue peor/». Su cuento será rechazado y el final resulta intrigante. Pero de lo que no hay duda es que el tiempo escribió una biografía distinta a la de los anhelos del joven Andrés. («La fiesta brava»).
El narrador lee en el periódico que Pedro Langerhaus murió en un accidente en la carretera. Recuerda entonces a su compañero de escuela, la maestría con la que tocaba el clavecín, los malos tratos que recibía de los otros alumnos. «Langerhaus era un genio, un niño prodigio. Los demás no éramos nadie: ¿cómo íbamos a perdonarlo?». A pesar de ello se hicieron amigos. Y en una ocasión, luego de tocar una sonata de Bach, dejó con la mano tendida a sus compañeros que llegaron a saludarlo. Fue «el primer y último rasgo viril que le conocí». Se perfeccionó en un conservatorio europeo, pero al volver a México fracasó de una manera rotunda. Lo extraño, sin embargo, es que cuando el narrador se topa con sus otros compañeros de escuela nadie recuerda a Langerhaus. Y lo que resulta más perturbador es que ni en los anuarios escolares ni en el diario donde leyó la noticia de su muerte encuentra algún rastro del amigo muerto. No sólo «nadie vuelve a ser el mismo jamás», sino que la existencia misma es puesta en duda. ¿Langerhaus existió?, ¿es sólo fruto de la imaginación?, ¿el pasado es una invención? («Langerhaus»).
En un solo día Jorge, un ingenuo adolescente, verá cómo sus ilusiones se convierten en nada. No sólo entenderá que la lucha libre es una farsa, sino que su amigo-protector-empleado le ha quitado a su novia. Su diario da cuenta de: a) una historia de encandilamiento, amor y desencanto, b) el intento por atrapar lo que fluye sin sentido («siento que si dejo de escribir no quedará nada de lo que está pasando»), c) la mojigatería que como un aura rodea su existencia, d) un relato que devela paso a paso misterios cotidianos, e) un espacio donde la corrupción es parte del paisaje. Pero sobre todo ilustra cómo el transcurso del tiempo descubre la otra cara de la existencia: «la vida de todo mundo siempre es horrible», «no entiendo por qué la vida es como es. Tampoco alcanzo a imaginar cómo podría ser de otra manera». («El principio del placer»).
El tiempo es siempre la variable más significativa. Fija el ambiente en el que se desarrollan las historias y las biografías, establece las posibilidades y los límites de las tramas, y en su transcurrir modela esperanzas y proyectos. Pero invariablemente es inclemente: sea que destruya ilusiones, iguale a los desiguales, impida la realización de los ensueños, borre la memoria, su transcurrir no deja títere con cabeza. Hay tiempo para los descubrimientos desagradables, para que se hagan realidad las ilusiones innobles, para que la memoria se esfume. Por ello, recuperarlo parece una misión quimérica y asirlo sólo es factible a través de la ficción, porque como dijera Guillermo Cabrera Infante: «la máquina de escribir es la verdadera máquina del tiempo». (La ninfa inconstante, Galaxia Gutenberg, Barcelona, 2008). Y eso, parece, bien lo sabe José Emilio Pacheco.