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El debate público

Jornada infame

José Woldenberg

El Universal

13/12/2022

En memoria de Arturo Whaley

Lo que sucedió la noche y madrugada del 6 y 7 de diciembre en la Cámara de Diputados no debe pasarse por alto. Es la confirmación incontestable de que la coalición gobernante es capaz de todo con tal de atender los apetitos del presidente. Una coalición variopinta, plagada de oportunistas, cohesionados por la fidelidad a AMLO y las posibilidades políticas que les abre esa adhesión.

No era un tema cualquiera. Se trataba de las normas que han hecho posible la coexistencia y competencia pacífica de nuestra diversidad. Y esas reglas -entre las que de manera destacada se encuentran las que regulan la estructura y facultades de los órganos electorales- requieren por su propia naturaleza la aceptación de quienes viven y conviven bajo las mismas. Y eso se había buscado y logrado por lo menos desde 1994. Ese año y en 1996, 2007 y 2014, las bancadas en el Congreso forjaron acuerdos con el tradicional y eficiente método del diálogo y la negociación. Parecía que era parte de nuestro basamento común: las reglas para la convivencia política deben ser fruto del consenso.

Eso que parecía el abc de la vida política democrática fue atropellado. El martes 6 de diciembre, un poco después de las 7 de la noche, finalizó la votación en la Cámara de Diputados que desechó la propuesta presidencial de reforma electoral constitucional. En buena hora. Se trataba de una iniciativa que vulneraba los pilares de la legislación democrática en la materia.

Pero el gobierno, como lo había anunciado el presidente, había diseñado un plan B. Entre las 10 y 11 de la noche se subió a la Gaceta Parlamentaria un proyecto para reformar cinco leyes. Más de 200 páginas. Luego de las 11, sin tiempo siquiera para que los diputados pudieran leerla, subió una diputada para presentar la propuesta con modificaciones. Y dos horas después, sin hacer caso a lo que señalaron los representantes de los distintos grupos parlamentarios, los diputados oficialistas la aprobaron. Sin evaluación, sin debate, omitiendo los procedimientos legislativos que protegen los derechos de las minorías, una mayoría mecánica hizo de las suyas y aprobó incluso normas anticonstitucionales. Avaló una batería de cambios en el INE que lo desfiguran, y que complicarían hasta extremos indeseables el cumplimiento de sus tareas.

Una panda de diputados serviles, que no son capaces de respetarse a sí mismos, estuvieron dispuestos a acreditar una iniciativa que no conocían, sin siquiera intentar guardar las apariencias. Como si ser rastrero fuera un mérito, como si su labor fuera la de apoyar los caprichos presidenciales sin siquiera “solicitar” un tiempo para conocer lo que iban a votar.

No debería extrañar. Estamos hablando de la administración que está pasando a la historia no por sus construcciones sino por sus destrucciones; fruto de una sola voluntad a la que se postra un ejército de sumisos. Desde el Seguro Popular o el aeropuerto hasta el INEE o los fideicomisos, pasando por las escuelas de tiempo completo, el signo de los tiempos es no si funciona o no una institución, sino si la misma le gusta o no al Señor Presidente.

En ese ambiente ominoso, el Senado tiene un reto mayúsculo. O se suma a la espiral de degradación autoritaria o se toma su papel en serio y abre un espacio para el estudio responsable de la minuta enviada por los diputados. Es lo mínimo que están obligados a hacer. En épocas de biliosos y arbitrarios, las reglas parlamentarias y un mínimo de urbanidad pueden ser un dique relevante.