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Jóvenes: ¿ejército delincuencial de reserva?

Fuente: La Crónica

Ciro Murayama

En un pertinente artículo sobre las causas y riesgos de fragmentación social en América Latina, Gonzalo A. Saraví (Revista de la CEPAL, Núm. 98, agosto de 2009) pone el foco de atención en los problemas de la juventud, concentrando su estudio en México.

De acuerdo con datos del Conapo, en México hay 37.7 millones de personas jóvenes, la mayor cantidad que se tendrá en la historia, por lo que resulta fundamental atender a esta numerosa generación durante esa etapa clave de la vida, incluso en tiempos como los de la profunda crisis económica en curso, que puede erosionar aún más las condiciones de desarrollo de los jóvenes y cerrar, desde ahora, su futuro y el de este barco colectivo que es México.

Saraví reflexiona en primer lugar sobre la escuela y las experiencias escolares de los jóvenes. Si para la CEPAL es necesario un mínimo de 12 años de educación para escapar de la pobreza, México aún está lejos de ese promedio. Más todavía: la desigualdad también se expresa en la educación y la diferencia en el número de años cursados entre los distintos niveles de ingresos amplía más los circuitos por los que se reproduce la desigualdad. En México mientras el 63.2% de los jóvenes de entre 20 y 24 años pertenecientes al quintil de mayores ingresos tiene terminada la secundaria, sólo la concluyó el 12% de los muchachos de esa edad pertenecientes al quintil de menores ingresos. Es inquietante además el hecho de que esa brecha en el capital educativo de los jóvenes según su nivel de ingresos sea mayor en esta década que a fines de los años ochenta.

En la educación hay un problema de abandono temprano. Ello se debe, en buena medida, a las dificultades económicas de los hogares de los adolescentes para costearles estudios, así como a su necesidad de trabajar, pero Saraví subraya otra causa: la pérdida de legitimidad de la escuela como vía de movilidad social a los ojos de los jóvenes. Para muchos de ellos, la escuela representa sólo “aburrimiento”, como se desprende de distintas encuestas a la juventud. Es decir, la escuela no despierta expectativas sobre el futuro ni ganas de aprender ni sentido de pertenencia. A los problemas económicos de las familias mexicanas se superponen las deficiencias del propio sistema educativo, que arroja un saldo de deserción temprana que es la antesala a la vulnerabilidad de los jóvenes y de su exclusión permanente.

Un elemento adicional que cruza las decisiones inmediatas con consecuencias duraderas de los jóvenes es el cambio en la conformación de sus valores. En palabras de Saraví: “El consumo adquiere cada vez mayor preeminencia como valor y eje de la vida individual y social e incluso como factor clave de integración exclusión, al mismo tiempo los jóvenes en particular los más desfavorecidos perciben que la escuela no presta utilidad en este sentido”.

Si la experiencia en la escuela no va bien, en el empleo tampoco. La escasez de empleo formal hace que la experiencia laboral de los jóvenes sea insatisfactoria, que en vez de representar el inicio de una carrera laboral se convierta en una situación de frustración continua y duradera, por lo que la incorporación al mercado de trabajo no está ayudando a la construcción de la identidad y la autoestima juvenil. Lo anterior, sobre todo, en los más desfavorecidos, quienes “luego de las primeras experiencias laborales, comienzan a percibir la precariedad de su empleo y las escasas posibilidades de obtener otros mejores. No es que al principio no hayan estado conscientes de ella, sino de que una situación que parecía transitoria se visualiza ahora como una condena… Las expectativas se desplazan fuera del trabajo en sí, que se convierte casi en un mal necesario”.

Una vía de escape a la falta de oportunidades ha sido la migración, pues se estima que de los 400 mil emigrantes mexicanos anuales a Estados Unidos en esta década, unos 255 mil son jóvenes.

Pero hay otros que “ya no están” sin haber emigrado. En México ni estudia ni trabaja el 11.7% de los jóvenes de entre 15 y 17 años, y el 17.7% de quienes tienen entre 18 y 24 años. En el caso de los jóvenes de los tres deciles de menores ingresos, el porcentaje crece a 29%, casi una tercera parte, frente al 9.5% de los jóvenes pertenecientes a los tres primeros deciles. Son jóvenes “desafiliados institucionalmente” en términos de Saraví.

Pero estos jóvenes tienen deseos de consumo. De ahí que la escuela y el trabajo compitan con otras alternativas de ingreso. Como afirma Saraví: “La participación de los jóvenes en actividades delictivas y violentas nos habla de un escenario de sentidos en crisis e instituciones incapaces de interpelar a los sujetos. En este contexto surgen vías alternativas que no sólo se equiparan con la escuela y el trabajo, sino que para los grupos más desfavorecidos comienzan a tener ciertas virtudes”.

Si las apreciaciones y advertencias de la reflexión de Saraví son correctas, es urgente reconocer que no hay mejor política de seguridad pública ni estrategia anticrimen que la inclusión social de los jóvenes que hoy pueblan nuestras calles. No hay que recortar el gasto, hay que ampliarlo para ellos. Pero me temo que los énfasis gubernamentales están puestos en otro lado, las prioridades mal definidas y que, por tanto, nuestro futuro como sociedad se oscurece a paso veloz.

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