María Marván Laborde
Excélsior
18/08/2016
Toda la verdad y nada más que la verdad, con la ayuda de Dios. Este juramento tan trillado en películas estadunidenses tiene sentido por el valor ético, más allá de lo legal, que le concede esa sociedad a la verdad y la condena a la mentira.
Entonces surge la pregunta obvia, ¿por qué mintió el nadador Ryan Lochte a las autoridades brasileñas? La respuesta es sencilla, porque consideró que en Brasil podía salirse con la suya. Podemos intuir que actuó con gran desprecio a la policía y demás autoridades cariocas; nunca consideró que el sistema estuviese preparado para descubrir su mentira y mucho menos para sancionarla.
Los mexicanos solemos hacer, con relativa frecuencia, la pregunta inversa, ¿por qué cuando cruzamos la frontera norte nos “transformamos” y obedecemos la ley, seguimos las reglas? Porque sabemos, por experiencia propia o ajena, que la probabilidad de que te cachen es muy alta y en esos casos cuesta muy caro violar la ley, aunque sea el reglamento de tránsito.
La mentira, el fraude, la disposición a la corrupción o, por el contrario, la honestidad, no están en el ADN de las personas, están en la estructura sistémica. Mientras que la sociedad mexicana tiene un vergonzoso nivel de tolerancia a la mentira y al robo, la sociedad norteamericana los condena. No es que no haya mentirosos entre ellos, es que hay un acuerdo social que los repudia y un sistema legal que los castiga.
Por la vandalización de la gasolinera y sin ir a juicio, Lochte ya perdió a cuatro de sus patrocinadores. Speedo, Gentle Hair Removal y Air Wave han anunciado que cancelarán sus contratos; Ralph Lauren no se lo renovará. El comunicado oficial de Speedo sentencia: “No podemos aceptar un comportamiento contrario a los valores de la marca”.
Los memes lo ridiculizan como Pinocho, no lo pintan como borrachín ni lo condenan por hooligan. El corazón de la indignación está en haber mentido a las autoridades. El castigo social es más fuerte que el penal. Su carrera deportiva se acabó con una mentira. ¡A ver quién se atreve!
Los mexicanos solemos burlarnos cuando nos piden que juremos estar diciendo la verdad. Cuántas veces no ridiculizamos los formatos de migración que nos hacen firmar “bajo protesta de decir verdad” que no estamos transportando más de diez mil dólares en efectivo. Hemos escuchado en más de una ocasión: ¡Qué inocentes! ¡Ya parece que alguien que los traiga lo va a declarar!
Aunque en nuestro país es un delito tipificado en el Código Penal el falso testimonio, no le tenemos el más mínimo respeto. Muchos abogados penalistas entrenan a testigos para mentir, esto es parte de la podredumbre del sistema penal.
En Estados Unidos es a la inversa, el sistema está hecho para detectar el perjurio, la sanción es alta y muy probable. Más grande fue el problema de Bill Clinton por mentiroso que por coscolino. Hay una conciencia social de que la mentira bajo juramento no sólo lastima un proceso judicial, se perjudica la institucionalidad y se quiebra la confianza social, es decir, se mina la legitimidad del sistema.
Eso permite que el sistema legal entero parta de la confianza en los individuos. En principio te creo… Ah, pero eso sí… si me mientes te castigo severamente. El sistema legal mexicano parte del supuesto opuesto. Sólo te puedo creer si me demuestras que no eres mentiroso, te acredito si me compruebas que existes, te pago si certificas que efectivamente te presentas a trabajar, te cambio dólares si me convences de no ser narcotraficante, te devuelvo impuestos si tengo pruebas de que no eres evasor, etcétera. La complejidad de nuestro sistema electoral tiene sus raíces en la desconfianza.
La ética social está quebrada y todos los días alimentamos la incredulidad. Desde el sistema escolar consentimos la deshonestidad, copiar en un examen o plagiar un trabajo es común. Profesores cómplices no denuncian porque no leen. Encubrimiento mutuo. Patrón contrario al que fomenta el whistleblower (delator interno) tan extendido en Estados Unidos. Cuando un estudiante es cachado en un fraude, sus primeros defensores son sus padres: ¡Bájele, director! ¡Ni que fuera para tanto! Fue un error de juventud. Un problema de estilo.