José Woldenberg
Reforma
06/08/2015
Acabo de leer un libro perturbador. Se trata de la crónica de un desastre anunciado. Una espiral de desencuentros que liquidó -por varios años- a la que se creía una de las democracias más asentadas en América Latina. El drama es más aterrador porque los primeros años de esa espiral de desgaste se vivieron, por no pocos, como el anuncio de un futuro venturoso, radicalmente distinto. Como si el proceso de polarización no pudiera ser frenado; en medio de una «inercia» autodestructiva que alineaba y alienaba.
La agonía de una democracia se llama el libro que Julio María Sanguinetti publicó en 2010 en Uruguay (Santillana) y que hasta donde sé no circuló en México. El ya para entonces expresidente ofrecía un relato angustiante y documentado de los 10 años previos al golpe de Estado que clausuró a las instituciones democráticas en dicho país. Se trata de una reconstrucción histórica en la cual la violencia, en buena medida desatada por el desprecio a los grises instrumentos que hacen posible la reproducción del pluralismo (políticos, partidos, Congreso), desembocó en una dictadura militar.
La posición de Sanguinetti durante esos años fue «contraria a la violencia política guerrillera» y en su momento también «al golpe de Estado», a los extremos que autoalimentándose generaron las condiciones para que la democracia uruguaya colapsara.
Son años de «una embriaguez revolucionaria» que encarna en el Movimiento de Liberación Nacional Tupamaros, pero que se encuentra también presente en la universidad, los sindicatos, distintas publicaciones. El 31 de julio de 1963 se produce un asalto al Club de Tiro Suizo. Y la respuesta es la detención de «siete personas, al allanar las sedes de los Partidos Socialista y Comunista en Paysandú». Visto en retrospectiva, es apenas el primer peldaño de lo que vendrá.
Siguen asaltos, atentados contra embajadas y empresas, secuestros, enfrentamientos con la policía. El accionar de Los Tupamaros resulta espectacular y las fugas de las cárceles más que vistosas. Y en contrapartida, detenciones, declaraciones de estados de excepción, cierre de publicaciones, torturas. «La sangre empieza a abrir su huella». Violencia revolucionaria y represión policial se anudan y alimentan. No hay diálogo posible.
El discurso que envuelve las acciones revolucionarias «descalifica la legitimidad de los gobiernos democráticamente elegidos». Se trata -dice- de una élite corrupta. «Las libertades burguesas y los derechos individuales son algo propio del sistema que se quiere derribar». Es una «democracia apenas formal». Las elecciones, los partidos, el Parlamento, no son parte de la solución, sino son el problema. Diputados y senadores no son los genuinos representantes del pueblo. Se descarta la posibilidad de un cambio pacífico, por las vías institucionales, al tiempo que se proclama que «la lucha armada será la principal forma de lucha de nuestro pueblo».
Y dado que la espiral de violencia sigue creciendo, en 1971 el gobierno abre la puerta para que las Fuerzas Armadas asuman el combate a la «sedición». «A partir de ese momento nada será igual». Una «policía mal preparada» había sido incapaz no solo de enfrentar a la guerrilla, sino a las movilizaciones estudiantiles y las huelgas. «El clásico sistema de consenso y mediación, intermediado por el sistema político, se va trasladando a un escenario de confrontación callejero en que predomina la dialéctica agresión-respuesta».
La ofensiva militar conduce a la derrota de los Tupamaros que es paulatina pero sistemática. «Es ostensible que en ese proceso los militares se han politizado y se sienten protagonistas del escenario público. Los aplausos que reciben embriagan su orgullo». Los políticos y las instituciones han sufrido un gran desprestigio. «Si el radicalismo de izquierda ha llevado al país a una guerra, el de la derecha procura arrastrar al Ejército al golpe de Estado». «Mucha gente cansada del desorden y la incertidumbre» ve en los militares la posibilidad de un nuevo orden. El 27 de junio de 1973 en la madrugada las Fuerzas Armadas clausuran el Congreso y prohíben la actividad política. El golpe de Estado se ha consumado. «Cientos de activistas son detenidos». El golpe se produce cuando los Tupamaros ya estaban derrotados, pero parte de su lenguaje pervive, ahora reciclado por los militares que se justifican hablando de una clase política corrupta, alejada del pueblo. El Congreso, los partidos, las elecciones, son suspendidos.
«Años de extravío», concluye Sanguinetti.