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La angustia y su neurosis

Fuente: El Universal

 

El ambiente amanece en México cada día más opresivo. Llevamos ya demasiados meses despertándonos con noticias que dan cuenta del estado de criminalidad que se ha apoderado de nuestro país. Un día sí y otro también aparecen cadáveres, víctimas del secuestro, detenidos, droga y armas de fuego. La parafernalia que el imperio de la violencia necesita para erizarnos la piel se despliega abrumadora.

En su comparecencia del miércoles pasado ante la Cámara de Diputados, el secretario de Salud, José Ángel Córdova Villalobos, declaró que como consecuencia de la brutalidad hay un incremento en la demanda de servicios públicos para atender problemas de ansiedad y depresión.

Hoy en México el miedo campea y no hay síntoma ni placebo que roce las cuerdas de la tranquilidad. Tememos por los hijos, por el patrimonio y por la vida propia. Recelamos de los gobernantes; hemos perdido la fe en la fuerza pública, los jueces y las autoridades. Desconfiamos incluso del vecino.

Esta angustia es la expresión más filosa del temor ante lo que todavía no ha ocurrido. Es una reacción frente a la intuición de que lo peor es todavía posible.

A diferencia de los animales que sólo saben del presente y sus consecuencias inmediatas, los seres humanos podemos imaginar el futuro. Cuando la situación no otorga confianza para nuestra sobrevivencia, al igual que ellos sentimos miedo. Pero en nuestro caso, el miedo se agudiza para volverse angustia cuando somos incapaces de comprender la dimensión del peligro por venir.

Pocas cosas son más angustiosas que la oscuridad de una selva o la profundidad del mar. El miedo ante un hecho real es infinitamente menor, comparado con la ansiedad que puede experimentarse ante lo infinito desconocido. Los fantasmas sólo aterrorizan cuando escasean las explicaciones.

Los seres humanos no podríamos prescindir de la angustia. Como advierte André Compte-Sponville, ella es parte esencial de nuestra naturaleza. Es el primero de los signos que la mente utiliza a la hora de tomar responsabilidad frente al futuro amenazante.

La angustia anula la negligencia, desactiva la desafección, impide la estupidez. Se trata de un dispositivo de la inteligencia que nos mueve para averiguar cuánto de real tiene el peligro acechante. Sin ella tenderíamos a quedar pasmados.

Sirve para evitar que el daño sea definitivo. Surge por la distancia que hay entre la amenaza y la habilidad para eludirla. Por ello es que la angustia nos urge a comprender la amenaza para luego evitarla, atravesarla o protegernos frente a ella.

Entre adultos responsables la angustia sólo disminuye cuando se cuenta con información suficiente para tomar la responsabilidad que a cada quien le toca. Ocultar los hechos o maquillar la realidad sólo potencian la angustia.

De poco sirve la mentira que busca adjudicarle el peligro o la culpa a quien no es su fuente. Y mal hacen quienes exacerban los miedos con tal de lograr para sí la adhesión inopinada de la manada. Los llamados a la unidad en torno al líder son menos útiles que el trato respetuoso hacia la inteligencia en posesión de los ciudadanos.

Para atenuar la angustia se necesitan definiciones, amenazas nombrables, enemigos de carne y hueso, argumentos y estrategias comprensibles, explicaciones exigibles a quien las tenga.

Mejor es el discurso que, con su diagnóstico, pueda imponerle un límite al imaginario infinito, que aquel que arroja con sus terrores al abismo de lo insondable. Más información y no menos a propósito de la lucha contra el crimen es lo que necesita nuestra sociedad para disminuir los niveles de angustia.

De lo contrario, ésta dejará de ser un dispositivo humano virtuoso para convertirse en un estado de neurosis colectiva que sólo puede terminar en la destrucción de la comunidad.

Analista político