Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
03/11/2016
Hace tres décadas, François Xavier Guerra publicó una de los más exhaustivos e interesantes libros sobre el Porfiriato y las causas que condujeron a la Revolución Mexicana. Ahí acuño una fórmula que explica sintéticamente la relación de la sociedad mexicana con la ley: para explicar la sacralización de la Constitución de 1857, al mismo tiempo que su cumplimiento solo era fingido, dice que se trataba de una ficción aceptada.
En efecto, a lo largo de la historia, la política mexicana se ha caracterizado por construir ficciones legales, que se pretenden sean aceptadas por la sociedad. El régimen del PRI no fue sino otra versión de la fórmula porfirista, con sus rituales de simulación del cumplimiento del mandato constitucional, sus elecciones llevadas a cabo con pompa y circunstancia, su supuesta separación de poderes y su federalismo de escaparate. En la realidad, el Congreso, los gobernadores y la judicatura no eran más que leales acólitos presidenciales y los comicios una representación teatral que posiblemente engañara a algún desprevenido observador extranjero, pero que carecía de credibilidad alguna entre la población del país.
Las trayectorias institucionales son difíciles de abandonar. Las maneras de hacer las cosas de las sociedades son persistentes, sobre todo cuando los beneficiarios de las reglas de juego existentes son quienes tienen el poder de reformarlas. Así, instituciones claramente ineficientes en sus efectos distributivos o en su capacidad de servir como marco para reducir la violencia y el conflicto, persisten a lo largo del tiempo, en beneficio exclusivo de sus mantenedores, aunque perjudiquen al buen desempeño de una sociedad y a la justicia.
Desde que el Estado mexicano existe, la procuración de justicia ha sido una tarea altamente politizada. Es bien conocido el apotegma atribuido a Juárez: “a los amigos, justicia y gracia; a los enemigos la ley a secas”. Si bien se trata de un apócrifo, pues la frase real del prócer es menos cínica, el hecho es que refleja con claridad la manera en la que desde el poder se ha ejercido el monopolio de la acción penal. Son múltiples los casos conocidos en los que se ha aplicado la ley como represalia ante la indisciplina política, mientras la impunidad campea entre quienes han usado sus cargos públicos en beneficio propio.
La politización del ministerio público no solo ha sido un instrumento para proteger a los políticos corruptos. También ha sido fuente de ineficacia en la persecución de los delitos que afectan la vida, el patrimonio y la seguridad de la población y ha generado múltiples actos inicuos. Sin rendición de cuentas, los agentes del ministerio público del fuero común han protegido delincuentes y han fabricado culpables, mientras que la actuación de los del fuero federal tampoco ha sido ejemplos de probidad y eficiencia en el cumplimiento de sus tareas.
Tanto en México como en el extranjero, la gangrena que carcome a la justicia mexicana es harto conocida. De ahí que la presión social y diplomática sobre los políticos los haya conducido a hacer una reforma para crear una fiscalía general autónoma que sustituya a la hedionda Procuraduría General de la República, organismo corrompido e ineficiente, incapaz de enfrentar la tarea de reformar la justicia, lo que es indispensable no sólo para reducir la inseguridad y la violencia, sino también para que este país tenga alguna perspectiva de desarrollo económico, pues mientras el sistema de justicia sea tan evidentemente parcial, oneroso e ineficaz, la inversión que pudiere llegar será depredadora y escasa. Sin justicia efectiva no habrá ni crecimiento económico ni distribución menos inequitativa de la riqueza.
Así, la oligarquía tripartidista que ha controlado al Estado desde el pacto de elites de 1996 aceptó la necesidad de transformar la PGR en un organismo autónomo relativamente despolitizado. La coalición entre el PRI, sus satélites y sus aliados del PAN y el PRD que le ha servido a Peña Nieto para no hundirse en el marasmo de la ingobernabilidad, aunque opaca y basada en el trueque de favores y dineros, ha sido relativamente efectiva para sacar adelante reformas legales. De esta suerte, se reformó la Constitución y se anunció con la solemnidad acostumbrada que, por fin, moriría la aceda Procu para dar paso a la flamante Fiscalía General de la República.
Empero, la tradición está llevando a que la reforma se convierta en una nueva ficción aceptada. Los tres partidos en colusión, más que en coalición, metieron en la reforma un artículo transitorio para que la nueva autonomía no fuera a afectar la impunidad del actual gobierno, tan señalado por su desaseo a la hora de entregar contratos y beneficios estatales a cambio de favores. Según esta norma temporal, el primer fiscal general pretendidamente autónomo será el procurador que esté en funciones cuando se promulgue la ley orgánica de la nueva fiscalía. Así, una persona nombrada para encabezar un órgano periclitado se encargará de la creación de la nueva y pretendidamente impoluta fiscalía.
Sobra decir que la creación de la fiscalía sobre los escombros de la procuraduría siembra de suyo la duda de que el nuevo cuerpo no herede todos los vicios, el repertorio estratégico y las rutinas podridas de su predecesora. Por si fuera poco, los senadores del tripartito coludido han aprobado el nombramiento, prácticamente sin escrutinio alguno, de un nuevo procurador enfilado a convertirse en el primer fiscal. Se trata, desde luego, de un cuate cercano del presidente, primo de su eminencia gris en temas jurídicos, senador con licencia de la misma legislatura que lo ha designado. Estupendas credenciales para garantizar su imparcialidad.
Que el PRI y el PAN se hayan coludido, en un muy probable trueque de posiciones, para nombrar al nuevo procurador resulta lógico, dada la larga complicidad forjada entre esos dos partidos desde la presidencia de Carlos Salinas de Gortari. Lo que da grima es ver cómo los despojos del PRD –partido muy probablemente condenado a la irrelevancia en los próximos comicios federales por su evidente descomposición, su fractura y su falta de liderazgo– se han sumado al pacto de impunidad que está detrás del nombramiento de Raúl Cervantes como Procurador General de la República. En ese acto impuesto por una abrumadora mayoría de senadores, ha quedado clara la ausencia de oposición en el congreso mexicano. La monarquía sexenal de los viejos tiempos ha sido sustituida por una oligarquía entregada a la rapiña de los bienes públicos sin recato alguno.
Si Cervantes logra el pase directo a la fiscalía, esta habrá nacido sin garantía alguna de autonomía e imparcialidad y se convertirá de inmediato en una más de las ficciones aceptadas que lastran la historia institucional de México. De nuevo, como en el caso del despropósito del alargamiento del período de cuatro magistrados electorales, invito a los lectores a sumarse a la petición que hemos subido a Change.org (https://www.change.org/p/por-una-justicia-sincuotasnicuates?recruiter=9788218&utm_source=share_petition&utm_medium=facebook&utm_campaign=autopublish&utm_term=mob-xs-no_src-reason_msg ) para pedirle al procurador que renuncie a su cargo antes de que se apruebe la ley de la fiscalía y al Congreso que no apruebe la reglamentación del nuevo órgano mientras Cervantes ocupe el cargo.