Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
20/07/2015
Cuando hay quienes hacen la apología del delincuente más buscado en el país sólo porque puso en ridículo al gobierno, se olvidan los muchos crímenes de los que ese individuo ha sido responsabilizado. Peor aun, cuando desde el poder político se magnifica la fuga del penal de alta seguridad, mostrándola como hazaña prácticamente inexplicable, se le confieren a ese delincuente atributos superiores al poder que ya tiene
En 1961 Hannah Arendt describió la banalidad del mal cuando hizo el retrato de Adolf Eichmann, el coronel nazi que no parecía más que un funcionario cumplido cuando envió a decenas de miles de judíos rumbo al asesinato. Al mal podía encarnar en cualquiera, incluso en aquel individuo que, colocado en la silla de los acusados, parecía un tipo del montón. Reconocer la banalidad del mal no es trivializarlo, sino un paso para entenderlo. Gracias a ese enfoque podemos advertir que las peores perversidades pueden ser cometidas por personas ordinarias —cuya ordinariez radica, entre otras cosas, en la debilidad de sus convicciones morales—.
Hoy asistimos a otra forma de banalización del mal. Cuando hay quienes hacen la apología del delincuente más buscado en el país sólo porque puso en ridículo al gobierno, se olvidan los muchos crímenes de los que ese individuo ha sido responsabilizado. Peor aun cuando desde el poder político se magnifica la fuga del penal de alta seguridad, mostrándola como hazaña prácticamente inexplicable, se le confieren a ese delincuente atributos superiores al poder que ya tiene, pero, sobre todo, se soslayan sus atributos más importantes: su demostrada capacidad para matar, atormentar y chantajear, así como el envenenamiento de millones de personas a causa de los estupefacientes con los que ha hecho su fortuna.
Quienes se amparan en el anonimato y/o la instantaneidad de las redes sociodigitales para ensalzar al Chapo Guzmán participan de una ocurrencia de moda y, de esa forma, celebran a un personaje peligroso. Algunos, en Sinaloa, incluso salieron a las calles con pancartas festivas después de la fuga de la cárcel del Altiplano.
Esos panegiristas de ocasión son fundamentalmente jóvenes. Algunos carecen de opciones laborales, otros más padecen arbitrariedades frecuentes por parte del poder: policías abusivos, funcionarios que extorsionan, medios de comunicación mentirosos, universidades inaccesibles, son parte del elenco que exaspera y desilusiona a esos muchachos. Desprovistos de futuro claro, muchos jóvenes exaltan al personaje que se enfrenta al gobierno y de quien se dice que ayuda a los desposeídos. El hecho de que sea un asesino es un dato que colocan en segundo plano. Sin ser mayoría, esos jóvenes encuentran en El Chapo Guzmán no un paradigma porque no lo quieren imitar tal cual, pero sí al protagonista de una saga que les resulta admirable. La semana pasada en Culiacán se agotaron las playeras con el nombre de ese narcotraficante.
El aura de Guzmán crece ante la ineficacia y las torpezas del gobierno. Cuando Miguel Ángel Osorio Chong describe la abundancia de videocámaras, la puntualidad de los rondines, el severo régimen penitenciario o las reiteradas certificaciones a cargo de organismos internacionales (certificaciones que evidentemente no sirvieron) engrandece la imagen de El Chapo. La pretendida alta tecnología, la paciente construcción del túnel o la precisión milimétrica en la excavación pudieron más que la capacidad carcelaria del Estado.
A ése y otros funcionarios no les pasa por la cabeza la posibilidad de reconocer que se equivocaron. Si lo hicieran contribuirían a humanizar a Guzmán, al mostrarlo como un personaje que se aprovechó de las debilidades del gobierno. Como no son capaces de ese acto, que no sería de humildad, sino de honestidad y realismo políticos, favorecen el perfil de un narcotraficante todopoderoso, o casi. Tiene toda la razón Carlos Puig cuando escribe en Milenio: “Quienes han hecho héroe al Chapo son aquellos que han descrito su acción como una proeza inimaginable, con tal de convencernos de que era inevitable”.
No son los únicos. El obispo de Saltillo, Raúl Vera, perdió una oportunidad excepcional para quedarse callado cuando dijo que la fuga fue “magistral” y consideró que hay que hacerle un monumento a ese delincuente porque demostró el tamaño de la corrupción que hay en México. Otras voces, algunas en el mundillo de la farándula, otras en comentarios periodísticos, las más en las redes digitales, expresan aplausos similares.
Hay quienes comparan a Guzmán con los bandidos caritativos, que según las leyendas delinquen para redistribuir. Se olvidan de que, en rigor, no hay delincuentes buenos. Pero los bandoleros con coartada social, según explica Eric Hobsbawm que los estudió con atención, tienen tres rasgos: “la libertad, el heroismo y el sueño de justicia” (Bandidos, Ariel, 1976).
Al personaje que se fugó de Almoloya desde luego le obesesionaba la libertad, pero para él mismo, jamás como prerrogativa de otros. Así lo confirma la frecuente confinación de los jornaleros que cultivan amapola o mariguana, de la misma manera que los secuestros perpetrados por El Chapo y su banda para lucrar o intimidar. Para héroe no califica, si es que el heroismo es el “esfuerzo eminente de la voluntad hecho con abnegación, que lleva al hombre a realizar actos extraordinarios en servicio de Dios, del prójimo o de la patria” como dice el Diccionario. Y la justicia, entendida ya no como el acatamiento al orden legal, sino como dar a cada quien lo que le corresponde, no está presente en los actos de un delincuente capaz de devastar familias con tal de consumar sus caprichos.
No estamos ante Robin Hood. Pero aunque así fuera, aplaudir sus hazañas nos supedita a una fascinación inmolatoria respecto de ese forajido. A mucha gente le gusta colocarse del lado de aquellos a quienes considera perseguidos. Al Chapo además le favorece la especie de que beneficia a quienes le rodean. Seguramente así ocurre porque los capos, como los caciques, requieren de una base social que construyen con dádivas y favores aunque, como bien se sabe, también acuden a intimidaciones y agresiones. De la plata, al plomo, no hay distancia significativa con esos personajes.
No hay que olvidar, como describe Roberto Saviano en su magistral crónica global del poder detrás de la fabricación y venta de cocaína, que “todos los grandes líderes criminales tienen una cosa en común: la voluntad de labrarse un aura de fascinación. La voluntad de cautivar, de seducir”. Eso hace Guzmán pero como también subraya el escritor napolitano, perseguido desde hace años por la mafia, “El Chapo es un sanguinario racional” (Cero,Cero,Cero, Anagrama, 2014).
La causa de ese poder, así como de la impunidad que lo acrecienta, es la corrupción. La más epidérmica es la que compra con dinero personas y hasta instituciones. Junto con ella hay otra arista de la corrupción, que es la que conduce, espontáneamente o no, a vitorear a quien, con algo de realismo y de sentido común, habría que vituperar. Se trata de una corrupción moral, que confunde las coordenadas de los valores más elementales y banaliza, haciéndolo tema de trivialidades, las transgresiones del delincuente más buscado. Este artículo parece prédica moralista. Eso quiere ser.