Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
02/03/2017
Apenas estamos en el primer trimestre de 2017 y ya ha comenzado la puja en torno a las cartas rumbo al 2018. Desde luego, López Obrador, en campaña permanente desde el final de la ronda anterior, con un partido construido a modo, de manera que nadie le dispute la candidatura con fastidiosos procesos democráticos internos. En el PAN la lucha interna se vislumbra encarnizada, con barruntos de escisión, mientras el PRI ha visto la combustión espontánea, uno a uno, de todos sus posibles candidatos, aunque aún es muy pronto para darlo por derrotado. El PRD se desmorona y la desbandada parece imparable, al grado de que el otrora gran partido de la izquierda, el que logró formar una corriente electoral significativa y obtuvo triunfos importantes en diversas elecciones locales, hoy tiene en riesgo su supervivencia.
Eso en cuanto a las fuerzas centrales. Sin embargo, en la periferia también se mueven las cosas. Movimiento Ciudadano, un partido surgido originalmente en torno a la clientela de Dante Delgado y sus aliados, ha sabido captar en algunas regiones del país –en Jalisco, principalmente– a expresiones políticas novedosas y muy probablemente intente jugar sus propias cartas en la próxima partida. Más que sumarse de entrada a una de las grandes coaliciones electorales que se formarán, podría avanzar con su propia baza y después negociar en la recta final de la contienda, cuando ya se pueda prever a los finalistas con alguna certeza. Y están, desde luego, los independientes, ese subproducto del proteccionismo electoral mexicano, que impide la formación de nuevos partidos, pero abre la puerta para aquellos grupos que lo son sin decir su nombre.
Es verdad que la aceptación legal de la existencia de las candidaturas independientes ha abierto un resquicio en el cerrado sistema de competencia electoral mexicano, que a partir de 1996 echó atrás la apertura iniciada en 1977 y recuperó las barreras proteccionistas inauguradas con la ley electoral de 1946, diseñada para resguardar al PRI de la época clásica de las escisiones y de toda competencia relevante. Después del paréntesis abierto por la reforma política de Reyes Heroles, cuando el PRI, el PAN y el PRD pactaron las reglas para competir electoralmente sin recurrir a la manipulación de los votos, lo primero que hicieron fue recuperar los mecanismos de restricción a la competencia que tan útiles habían sido al partido del régimen para mantener a raya a los díscolos y a los opositores.
El sistema de registro de partidos basado en asambleas masivas, que se ha ido endureciendo reforma tras reforma con más requisitos en el número de asambleas, en el número de afiliados, con impedimentos para obtenerlo previo a las elecciones presidenciales y con mayores umbrales de acceso a la representación, no es más que el reflejo de la trayectoria institucional proteccionista de los tiempos del monopolio del PRI. Los partidos que han logrado superar los obstáculos para entrar a la competencia han sido aquellos que tienen una clientela garantizada, administrada por redes de intermediarios políticos, o han visto deformado su proceso organizativo precisamente por la necesidad de recurrir a los intermediarios acarreadores de clientelas para cumplir con los absurdos requisitos de la ley, establecidos como supuesta garantía para evitar que se trate de simples organizaciones creadas para capturar el botín del financiamiento público, cosa que evidentemente no se ha conseguido. De ahí que la única y estrecha vía para darle la vuelta a la cerrazón sea, ahora, la de las candidaturas independientes.
Sin embargo, no se trata de la mejor fórmula para construir un auténtico pluralismo competitivo. En primer lugar, las candidaturas independientes tienden a generar organizaciones extremadamente personalizadas. Con la argucia de que no se trata de partidos, se crean partidos sin reglas democráticas claras, sin estatutos, sin derechos de sus militantes, sin procesos de deliberación colectivos y dependientes de la voluntad o le carisma del candidato en torno al cual se construyen. Cuando alguno de estos partidos que no se atreven a decir su nombre triunfa, sus gobiernos suelen reflejar el autoritarismo y la falta de institucionalización con los que nacieron, como ha ocurrido con el inefable “Bronco” en Nuevo León.
Además, como se crean en torno a una candidatura determinada, generalmente para un cargo ejecutivo, si esta resulta electa, entonces queda aislada respecto al legislativo y tiene mucho más cuesta arriba la construcción de una coalición que permita la gobernación de consuno con el Congreso. Si se trata de una candidatura a una diputación, se tratará por lo general de una voz testimonial que solo podrá hacer avanzar puntos de su agenda en alianza con los denostados partidos.
También suele ocurrir que las candidaturas independientes adopten con facilidad el discurso de la antipolítica: nosotros los ciudadanos puros contra la caterva de políticos corruptos. No se hacen cargo de que, al entrar en la competencia, ellos mismos están haciendo política, son políticos, aunque se presenten como salvadores de la patria secuestrada. Ese discurso, que no es equivalente a presentar un planteamiento claro contra la corrupción, aumenta la distancia entre representados y representantes y suele ser un instrumento en manos de demagogos que más que acabar con los males del pueblo buscan terminar con las miserias propias.
En la competencia rumbo a la elección de 2018 ya están destapándose quienes buscarán entrar en la competencia por la vía independiente, con todos los defectos que este tipo de candidaturas suelen acarrear. El domingo pasado, por ejemplo, se anunció públicamente el surgimiento del movimiento “Ahora o nunca”, que agrupa a destacados activistas e intelectuales. Conozco a casi todos y muchos de ellos cuentan con mi respeto y consideración. Empero, nacen como movimiento en torno a una candidatura predeterminada, alrededor de un líder nato. No nos convocan a deliberar sobre un programa o una agenda política, sino a sumarnos a un caudillo, por más cívico que este sea. Se trata obviamente de un partido y enhorabuena que lo sea; sin embargo, no tiene reglas claras de participación, con derechos para quienes se le sumen: solo se acepta la adhesión acrítica en torno a la candidatura ya predeterminada de Emilio Álvarez Icaza. Y lo más lamentable, el discurso unificador es precisamente el de la antipolítica: aquí nos juntamos los buenos ciudadanos contra todos los demás. La dicotomía de los puros contra los corruptos, simplificación que elude la necesidad de construir una agenda que se ponga en juego en la campaña y sirva de base para la negociación con quienes de entrada se denuesta.