Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
26/11/2018
El próximo sábado, en medio de los vítores de la Cuarta Transformación, terminará la extensa, penosa y costosa agonía del gobierno encabezado por el presidente Enrique Peña Nieto.
Para efectos prácticos, en muchos de los rubros a su cargo el Presidente dejó de gobernar el 2 de julio. Durante cinco meses su administración estuvo al servicio de los proyectos, pero también de las ocurrencias y los caprichos del Presidente Electo. Era necesaria una transición pactada, especialmente en este caso, porque se trata del relevo entre dos gobiernos con discursos y modos muy distintos. Pero AMLO impuso, y EPN admitió con displicencia, una palmaria subordinación.
Siempre, el extenso plazo que va de la elección a la toma de posesión presidencial constituye un incómodo paréntesis: el nuevo gobernante acapara adhesiones y notoriedad en perjuicio de quien hasta entonces detentaba todo el poder. Luis Spota hizo el relato literario de esa perversa costumbre: al cabo de su gestión el presidente saliente se va quedando completa y literalmente solo. Sin embargo, nunca había ocurrido un cambio de gobierno en donde, meses antes de que el saliente se fuera, el presidente entrante tomara decisiones, hiciera designaciones, incluso propiciara sobresaltos económicos y políticos como los que tanto han inquietado en las últimas semanas.
La pujanza y las amplias expectativas con las que comenzó el gobierno de Peña Nieto menguaron rápido. La pericia política que se le atribuía desde que era gobernador del Estado de México se advirtió en las ambiciosas reformas de 2013. La existencia de una oposición responsable, dispuesta a tomar acuerdos, permitió el consenso para esos cambios. Peña Nieto respaldó reformas como la educativa y la de telecomunicaciones que afectaban intereses corporativos.
Las reformas fueron desprestigiadas por una campaña con más suspicacias que argumentos sólidos. Morena, el partido recién creado por López Obrador, creció a costa del descrédito del gobierno. Las direcciones del PAN y el PRD, medrosas ante la mala fama que alcanzaron las reformas que ellas mismas habían logrado, se deslindaron en una maniobra que terminaría siendo suicida.
La habilidad política de Peña dejó de apreciarse especialmente cuando la crisis por el secuestro de los estudiantes de Ayotzinapa. La simplificación de aquel acontecimiento por parte de quienes en la sociedad organizada encontraron motivo para denostar al gobierno inició la debacle política de esa administración. Quienes clamaban que en el crimen de aquellos muchachos el responsable “Fue el Estado”, erosionaron la legitimidad del presidente aunque con ello respaldaran o ignorasen a los auténticos asesinos.
La corrupción en el poder político, más en gobiernos locales que en el federal, incrementó su distancia respecto de la sociedad. Al defender o no perseguir a tiempo a gobernadores con documentadas pruebas de malversación como los de Veracruz y Chihuahua, Peña Nieto perdió la posibilidad de deslindarse de esa descomposición. La impericia con la que quiso enfrentar las denuncias de tráfico de influencias en la “Casa Blanca” tuvo costos durante todo el sexenio. Limitado por la arrogancia o la indecisión, Peña se mantuvo distante de la sociedad.
Pobreza y violencia aumentaron frente a una sociedad crecientemente irritada. Si bien el porcentaje de personas en situación de pobreza disminuyó dos puntos (de 45.5% en 2012 a 43.6% en 2018) el número absoluto de pobres aumentó ligeramente: de 53.3 millones a 53.4. En otras palabras, el avance en el combate a la pobreza fue prácticamente nulo. Igual que en otros rubros de la economía, bajo el gobierno de EPN no empeoramos pero tampoco mejoramos. Deuda e inflación fueron controladas, pero el crecimiento del país es mínimo. La violencia del crimen organizado, que no surgió en este sexenio, se mantuvo y en algunas zonas creció.
Al iniciar 2013 el 50% de los mexicanos aprobaba el gobierno de Peña Nieto. En septiembre pasado, de acuerdo con la encuesta de GEA-ISA, eran sólo el 20%. Al terminar sus gobiernos Vicente Fox tenía el 63% de aprobación y Felipe Calderón el 43%. La desaprobación al actual gobierno pasó de 43% a comienzos de 2013 a 74% hace un par de meses y posiblemente ha aumentado. El hecho de que sólo uno de cada cinco mexicanos respalde al presidente da cuenta del malestar que definió la votación de julio pero que no necesariamente se resuelve con el hecho de que López Obrador tome las riendas del país, como le gusta decir.
El agotamiento de su respaldo social no es suficiente para explicar el abandono de Peña Nieto respecto de sus responsabilidades. Fue electo para gobernar hasta el 30 de noviembre, no hasta comienzos de julio como sucedió a partir de la elección.
La semana pasada fue a comer a casa de López Obrador. Fue un gesto de cortesía de EPN pero quizá con demasiada obsecuencia. Unas horas antes López había dicho que pondría a “consulta popular” la posibilidad de juzgar por corrupción a Peña y otros expresidentes. El Presidente Electo tendría que haber sido quien acudiera a la casa del Presidente en funciones, o a Palacio Nacional o a un restaurante si no quiere poner un pie en Los Pinos. Es un detalle en un escenario tan política y jurídicamente irregular.
Al ceder el poder antes del plazo legal, Peña Nieto le permitió a López Obrador tomar y poner en práctica decisiones de gobierno sin que todavía le correspondiera hacerlo. Gracias a esa anticipación, el sábado próximo no estaremos ante el inicio del nuevo gobierno sino en el primer día del plazo que la sociedad le dé a Lopez Obrador para que cumpla algo de lo mucho que con tanta ligereza ha prometido.