Ricardo Becerra
La Crónica
19/03/2017
Tengo en mi escritorio siete periódicos del viernes. Todos consignan la cara iracunda del señor Trump. Omnipresente, capaz de decidir las medidas más estrambóticas e inconcebibles solo hace unos meses. Recorte al gasto social; aumento drástico al gasto militar; atacar al poder judicial de los Estados Unidos y por supuesto, el muro, la barda, la muralla construida de racismo que aspira a detener a los “otros”, los indeseables, estigmatizados de antemano.
Creo que no hemos tenido la pausa necesaria para pensar en esa cosa, con todo y que no es lo peor de la política norteamericana actual. Mucho peor el acoso y la crueldad multiplicada contra los migrantes en tierra gringa, su propuesta suicida de reducción impositiva (BAT) y sus recientes amagos nucleares.
Y sin embargo hablamos más del muro. Mas… no mejor, porque sin duda proyecta como ninguna otra medida del trumpismo, su mensaje de odio y hostilidad hacia los mexicanos (y de paso, a Centro y Sudamérica).
Suele decirse que el muro de semejante tamaño es una locura, un desperdicio de recursos, un capricho de la ira WASP. Pero desde el punto de vista de la ultraderecha norteamericana encaja, es perfectamente “racional”, incluso indispensable: es una demostración decisiva -que se vea desde la luna, han llegado a decir- de su imperativo principal: alejarse de los indeseables en el sur.
El muro no es un problema de seguridad (los verdaderos hombres malos viajan en avión), el muro es el símbolo de una nueva época, como Berlín de los cincuenta, sin concesiones: los mexicanos no son socios (como quiso creer Bush, Clinton, Salinas y etcétera), al contrario.
Cambio de premisa que hace saltar por los aires el basamento del TLC y de toda la política económica asociada. Los mexicanos somos una pandilla de listillos que se han aprovechado de los blancos buenos cuyo objeto es construir la Arcadia dentro de las fronteras estadounidenses y hecha por los estadunidenses (blancos).
El muro tiene problemas reales (económicos, orográficos, hidrológicos, ecológicos) que el gobierno mexicano debería esgrimir ya. Pero sobre todo, tiene un valor histórico de radical desprecio: a pesar de su número, su importancia económica y su peso político, los latinos, mucho menos mexicanos, pueden jugar en las grandes ligas de la América blanca. Y para eso está el muro.
En alguna carta perdida del nazismo, el general Hindemmit, definía así la importancia de subrayar fronteras cívicas infranqueables: “la grandeza de Germanía es la grandeza de su expansión y sus límites, es la medida de su rechazo económico y social a las razas acomodaticias y abusivas que vienen a nuestro territorio…” (Sinfonía y asedio, 2016, pp. 137).
Por eso fue tan desatinada la declaración del gobierno mexicano, según la cual “los mexicanos no pagaremos el muro”.
El tema cardinal es el mensaje simbólico: allá están los otros, inferiores, casi siempre criminales. Aquí, los buenazos, el pueblo de América.
Su carga simbólica es el huevo que se desarrolla, como en el fascismo, hacia los campos de deportación, el asedio generalizado y la instalación de un clima social donde los mexicanos no tienen cabida.
Por tan ineficaz que parezca, el Muro es útil por esa carga de odio y de desprecio que necesita alimentar, todos los días, la victoriosa ultraderecha en E.U.