Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
03/09/2020
Una vez que sus proyecciones iniciales sobre los efectos de la pandemia en la población mexicana se mostraron como mera fantasía, Hugo López-Gatell intentó desviar la atención de su ineptitud para manejar la crisis sanitaria y buscó chivos expiatorios a los cuales atribuir la causa de la gran cantidad de muertes que la COVID-19 ha provocado en México. Como buen émulo de su jefe, echó la culpa a los gobiernos pasados, reos de neoliberalismo contumaz, que dejaron medrar a horribles empresas capitalistas a costa de la salud de los mexicanos y provocaron la epidemia de obesidad, causante real de las muertes, pues no ha sido la COVID-19, sino las comorbilidades las que han dejado la terrible estela de mortandad.
La coartada de López-Gatell no se sostiene, sobre todo porque sus predicciones iniciales las hizo, supongo, sobre la base empírica de la información disponible sobre el estado de salud general de los mexicanos. Es verdad que México es un país con un gran porcentaje de personas obesas, entre las que la diabetes hace estragos y que esa circunstancia ha agravado el impacto del virus en nuestra población, pero al principio de la crisis las cuentas alegres del epidemiólogo oficial y su jefe clamaban por la resistencia genética excepcional de la población mexicana y por su media de edad menor que la de los países que entonces se estaban viendo más afectados, para minimizar los efectos esperables en nuestro territorio y para desdeñar las medidas drásticas que por entonces se generalizaban en diversos países del mundo.
Cuando la realidad alcanzó al médico que por un momento se sintió estrella y se hizo evidente que México sería uno de los países más afectados del mundo, entonces se buscó en el pasado a los culpables del fracaso de la estrategia, como suele hacer el Presidente López Obrador frente a todos sus descalabros. La narrativa usó la cantaleta manida de que la culpa de la mortandad la tenía el nefando neoliberalismo, que había permitido a las empresas de alimentos procesados –chatarra, en su jerga–, sobre todo las refresqueras, medrar sin restricciones a costa de la salud de la población, sobre todo la de la niñez.
El discurso oficial ha tenido eco en muchas buenas conciencias que ven en los empresarios a una caterva de malvados que solo buscan su provecho económico sin parar mientes en los males que causan a su alrededor. Los consumidores son simples víctimas de engaños y no son capaces de tomar decisiones de acuerdo a sus preferencias, porque caen en los engaños publicitarios sin más.PUBLICIDAD
Es cierto que las asimetrías de información son la base de las ineficiencias del mercado y que el Estado debe jugar un papel regulador esencial para disminuirlas, pero el problema de la obesidad y el sobrepeso va más allá de la existencia de empresas que buscan el lucro intencionalmente a costa de la salud. Esa historia de malvados frente al pueblo bueno es una simpleza que poco contribuye a atacar un problema complejo, de múltiples aristas. Como ocurrió durante el Gobierno de Felipe Calderón, cuando se planteó la eliminación de la comida industrializada en las escuelas, la industria se convirtió en la malévola culpable a la que se debían achacar todas las causas de la crisis de obesidad y de la epidemia de diabetes y, como siempre, surgieron las voces del prohibicionismo como estrategia para enfrentar a los productos considerados malignos.
Ahora, en tiempos de demagogos, se ha abierto paso en algunos Congresos locales la brillante idea de prohibir la venta a menores de refrescos, bollos y otros productos de alto contenido calórico a los menores de edad. Es la idea recurrente de que el Estado debe prohibir aquello que hace daño, la misma que hace más de un siglo llevó a la prohibición de las “substancias que degradan la raza”, de los “estupefacientes”, prohibición costosísima, inútil y que ha servido de coartada para echar andar estrategias de control social y territorial extremadamente violentas, inicuas y fracasadas. El prohibicionismo como recurso facilón al cual recurrir para ganar el aplauso fácil y no enfrentar los problemas con políticas públicas basadas en la evidencia.
No se trata de romper aquí una lanza por las empresas refresqueras, panaderas y de botanas. No se trata de productos saludables, sin duda. Pero convertirlas en la bestia negra que ha provocado la crisis sanitaria es un despropósito. La obesidad de la población mexicana no solo ha sido provocada por la disponibilidad de comida industrializada. Los cambios en la dieta popular, producto de la urbanización, también han sido producto, en muy buena medida de la oferta de comida callejera no industrializada, de los problemas de distribución que en muchas regiones del país tienen los productos frescos, y de la falta de actividad física de la población, que ha cambiado trabajos que requerían gran esfuerzo por labores detrás de un mostrador, de un volante o un escritorio.
Por supuesto que debe de existir una política pública que reduzca las asimetrías de información entre productores y consumidores, de manera que las personas conozcan los riesgos de su ingesta y la de sus hijos: buenos etiquetados, por ejemplo, pero esto es más fácil de aplicar en el caso de la industria que en lo que toca a la oferta no industrial, supuestamente tradicional, del puesto callejero de tortas de tamal, tortas de chilaquil, jugos y licuados supuestamente sanos, pero que son bombas calóricas igual o más peligrosas que un refresco embotellado o un pastelito envasado. También se debe propiciar el acceso a alimentos sanos a precios adecuados y promocionar dietas saludables.
La política pública contra la obesidad debe partir del mismo principio que defendemos quienes buscamos una regulación sensata de las drogas: al Estado corresponde informar y poner reglas que le permitan a los consumidores saber qué estén consumiendo y conocer los riesgos en los que incurren, como los etiquetados bien diseñados. También puede haber incentivos negativos de tipo fiscal, siempre y cuando estos se apliquen de manera adecuada y se correspondan con el gasto de promoción de la salud y la actividad física.
¿Qué pasó con los millones de bebederos que se instalarían en las escuelas para reducir el consumo de refrescos? ¿Qué se hizo realmente para que en las escuelas hubiera comedores con dieta sana? Al final de cuentas, la anterior embestida, de tiempos del Gobierno de Calderón, contra la industria de refrescos y comida rápida acabó en nada. Me temo que pasará lo mismo ahora con las prohibiciones, con un agravante: en el puesto de jícamas se venderán también papitas fritas abiertas, contaminadas, cuando no se les pueda comprar cerradas en la tienda de la esquina.