Ricardo Becerra
La Crónica
30/10/2016
Para Olac Fuentes Molinar, que sabe tanto de estas cosas.
Bien entrados los 19 años me arrojé por convicción y por completo a la tectónica del multitudinario movimiento agrupado bajo las higiénicas siglas del Consejo Estudiantil Universitario (CEU, 1986).
Visto en retrospectiva, no fue cualquier cosa: se trataba de la más grande movilización urbana en el entonces Distrito Federal ¡desde 1968!; la movilización había nacido como reacción al intento de reforma más drástica a la universidad de masas mexicana que se recuerde, y a pesar de todo, su desenlace fue un extraño mantenimiento corporativo del status quo (pero sin muertes que lamentar).
Demasiadas energías, demasiada política, demasiadas novedades democráticas, para quedar en un presente continuo más bien aburrido: un empate para “seguir haciendo, lo que se va pudiendo” (Carpizo dixit) en una universidad-bachillerato que venía en deterioro.
Hoy se cumplen 30 años de la primera Asamblea convocada por aquel enorme movimiento, ocurrido en un México de plena transición: autoritario, pero obligado a digerir un montón de concesiones y elementos nuevos, venidos de una marea juvenil que practicaba ya, en la calle, política sin miedo.
Ese movimiento tuvo dos sustratos: fue una respuesta extraordinaria a un intento de reforma que ocurría en un social contexto aceleradamente empobrecido y descorazonador. Habían pasado cuatro años de ajuste, austeridad, un retroceso en el ingreso de los hogares sin precedentes desde la Gran Depresión y que los jóvenes de entonces percibían con miedo.
La reforma rompía una seguridad vital, quizás la única cierta, entre aquellas generaciones que ya no “vieron” ni sintieron, crecimiento, mayor ingreso ni movilidad social: el desarrollo había terminado y la crisis estaba en todas partes de la existencia social.
Recuerdo con cierta ironía un texto de Jacobo Zabludovsky en el que –años después- se escandalizaba de que entre los alumnos de la UNAM “había hambre”: pues bien, en ese 1986 muchos de los jóvenes soliviantados tenían hambre, porque sobre sus cabezas pesaba un cruel programa de ajuste económico que había empeorado su presente, pero sobre todo, había puesto en cuestión su lugar en el futuro.
Esa inseguridad exasperante, esa necesidad de aferrarse a lo poco que se tiene (un lugar en el sistema público de educación) fue el caldo de cultivo de aquella multitud airada.
Luego, su pulsión innovadora, indiscutiblemente democrática: la impugnación al autoritarismo y la forma cupular en la que se decidió el cambio mas profundo de la Universidad, hasta entonces, como ahora.
Según las autoridades era un cambio de “obvia resolución”, que suponía control, consultas a paso veloz e imposición a una comunidad de 300 mil alumnos. El CEU supo traducir este reflejo en consignas eficaces y al cabo incontestables: deliberación pública, negociación, movilización pacífica y al cabo, un Congreso electo para discutir razonadamente la reforma de la universidad. En aquellos años, la “participación” -el procedimiento- se convirtió en una exigencia tan o más importante que el contenido del cambio mismo. La democracia caía a la escena con una fuerza que no había tenido ningún movimiento de esa envergadura, hasta entonces.
Pero el espíritu del CEU tenía su lado malo: en medio del plomo de la crisis no pudo ni quiso distinguir lo que era necesario: un orden básico en la experiencia educativa de cientos de miles y mayor exigencia que elevara la competencia y la estancia en la Universidad.
En medio del empobrecimiento nacional, incrementar obligatoriamente las cuotas de acceso, parecía una bofetada clasista. Pero no era lo mismo el examen bien coordinado (departamental) ni colocar ciertas condiciones al “pase automático” que garantizaba hasta la eternidad el tránsito del bachillerato hacia la licenciatura. Estas figuras pudieron colocar orden, concierto y mayor calidad a la formación de masas.
Pero el tumulto asambleístico, y sobre todo, el gran espectáculo del primer diálogo público radiotransmitido (en el que los mayores -las autoridades- aparecían tan incómodas y acartonadas) no permitió más que salidas tácticas y salto incierto hacia un Congreso que tardó dos años en llegar y que mantuvo en un chantaje corporado a la Universidad Nacional.
Como se ve, el CEU fue una épica de resultados mixtos, sobre todo, una gran lección de que la justa movilización, la sensación de exclusión social, puede acabar arrollando la mínima honestidad intelectual.