Rolando Cordera Campos
La Jornada
07/02/2016
La Constitución es la Constitución, podría haber dicho un despistado émulo de don Luis Cabrera, quien para que se le entendiera nos asestó el histórico la revolución es la revolución.
Noventa y nueve años nos contemplan y son implacables en su juicio de la obra jurídica hecha en torno a la Carta cuyo centenario conmemoraremos el año que viene: la de hoy, no es la de ayer, ha postulado Porfirio Muñoz Ledo, denodado reformador de régimen, Estado y Constitución, porque las reformas a modo o al servicio del poder real o imaginado la han vuelto un pastiche que da lugar a mil y un desencuentros entre el ser y el deber ser. Al agudizarse, estas brechas y grietas del orden supuesto por el verbo constituyente desatan remolinos múltiples de mal gobierno, desgobernanza, desafane y no sólo por parte del ciudadano, que prefiere hacer mutis, sino de los funcionarios y responsables de la gobernación del Estado y el territorio.
Pese a las muchas voces que sin concierto encarnan nuestro más que peculiar pluralismo, y dan cuenta del malestar en, con y contra la Carta Magna y demandan su reconstitución; pese también a la propia y cotidiana experiencia de los hombres y mujeres del Estado con las disonancias e incongruencias de nuestro derecho público, el cual, sin remedio, afecta y lastra el ejercicio del derecho privado; pese a mil y un argumentos y documentos, el presidente y algunos de los poderes que son o dicen ser y pretenden acompañarlo en su empeño reformista para mover a México, afirman y reafirman la vigencia de la Constitución, institución de instituciones, que marca la pauta, alumbra la marcha mexicana a su siempre ansiada y nunca conseguida modernidad, y vive gracias a las reformas recientes y a que es el tabernáculo de verdades evidentes que el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación enumeró el sábado en el Teatro de la República en la ciudad de Querétaro, donde los constituyentes de ayer se atrevieron a soñar e imaginar una comunidad vibrante, capaz de construirse un futuro mejor, por más justo, libre y democrático.
Todo esto está y no está gracias al reformismo cupular, pero, sobre todo, al reclamo incansable de respeto a los derechos y garantías consagrados y de ejercicio consecuente con los principios fundadores de soberanía y de simpatía dinámica, sin duda difícil, entre libertad e igualdad, como lo recordó el presidente del Senado en su bien armado discurso de aliento constitucional, poco común en la verborrea panista de lejana y última hora.
Vigente o no, o casi, lo cierto es que desde cualquier óptica tiene que concederse que las cosas en el Estado y, desde luego, entre la atribulada ciudadanía, no van bien. Y no sólo por la avidez o el abuso de los ocasionados de siempre que todavía viven del ya evanescido momento mexicano, sino porque la organización del Estado y de las relaciones entre éste y la sociedad no funcionan ni al ritmo ni con la profundidad y el rigor que reclama la hora, que sigue siendo la de una crisis global que no deja de anunciar lo peor.
El presidente Peña usó por ejemplo de los nuevos contrapesos constitucionales los órganos constitucionales autónomos, que como hongos han hasta empezado a sustituir al gobierno federal en su papel de empleador de última instancia. Surgidos como auxiliares de las operaciones de emergencia emprendidas por el Ejecutivo ante inminentes crisis de confianza, y el temor a que cundiera la violencia que irrumpió a todo lo largo del fatídico 1994, estos organismos tienen que ser vistos no sólo como órganos especializados y coadyuvantes del Estado, sino como problemas para un buen funcionamiento de un hipotético Estado democrático-constitucional, que el país requiere y la coalición gobernante busca posponer sine die, apelando a la eficacia de sus reformas y el futuro luminoso que su consumación nos depara.
No es asignatura resuelta y no parece que su multiplicación sea el mejor camino para, algún día, tener una buena Constitución y un mejor Estado. Por lo pronto, al parecer como fruto de una nueva forma de telepatía, el gobernador Agustín Carstens se soltó el pelo el sábado en un auditorio universitario, tal vez a la misma hora en que se hablaba de él y sus congéneres en Querétaro y, temeroso de que el mensaje de su junta de gobierno no haya sido bien captado por los funcionarios responsables, advirtió: el ajuste al gasto tiene que ser ahora y, desde luego, afectar a Pemex, convertido en la bestia negra, o chivo expiatorio, de la histeria reaccionaria que se comió los huevos de oro y ahora va por la gallina o lo que quede de ella.
Buena tarea para los juristas del gobierno y los de sus contrapesos: ¿Dónde queda el Congreso que aprobó una Ley de Ingresos para luego aprobar un Presupuesto de Egresos de la Federación? ¿Y los congresos y gobiernos estatales? ¿Y el municipio libre? ¿Quedan entre paréntesis o hacen mutis, se cierran por balance y mandato implícito de este inesperado y desenfrenado contrapeso?
Éste, el que nos hace vislumbrar el gobernador del Banco de México, no puede ser el novísimo orden constitucional que la reformitis nos legó. Por ese camino no se va sino a una dictadura que no requiere revivir a Rabasa o importar a don Porfirio.