Rolando Cordera Campos
El Financiero
15/09/2016
México, país de instituciones. Desde Plutarco Elías Calles, ha sido la multiplicación institucional la clave del discurso proclamado por el régimen posrevolucionario para subrayar su vocación reconstructora.
Será por esa ruta de creación e innovación de instituciones, arreglos, convenios y convenciones, leyes y meta-leyes como se evitará caer en la “mala costumbre” del hombre fuerte o, por el contrario, en la búsqueda de otra revolución. El asesinato de Álvaro Obregón dio para eso y más y abrió en efecto la posibilidad de otras rutas parra la evolución del convulso país.
La matriz que ordena o debería hacerlo la jungla legal y de organizaciones para la acción del Estado, que resultó de la decisión emanada del trauma magnicida, es precisamente la Constitución.
Modificada al gusto de los que mandan y contra modificada al disgusto de los que los suceden, la Carta carga con una deforme acumulación de incongruencias, artículos transitorios que nunca dejan de serlo, contradicciones y disonancias internas, cuya corrección debería ser tarea mayor y prioritaria del gobierno y del sistema político emergido de la transición a la democracia, para honrar las fiestas del centenario de su promulgación en febrero del año entrante.
La urgencia de una cirugía mayor ha sido ilustrada hasta el cansancio por juristas y estudiosos de nuestra política constitucional, como los del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM que han ofrecido muestras varias de sus valiosas destrezas y reflejos para facilitar dicha tarea.
No está el horno para bollos. El edificio constitucional sufre sus propias y pesadas inercias; resiente la indolencia, la amnesia y hasta la inepcia de sus guardianes principales, los gobernantes y los partidos. Los vigilantes por excelencia del orden implícito en la idea misma de Constitución viven y, al parecer, gozan, del activismo indómito propio de la adolescencia, de la libertad de acción apenas obtenida, pero no parecen preocupados, no se diga consternados, por el estado real que guarda la otrora “gran promesa” de hace un siglo. Jueces, magistrados, ministros, rinden tributo al orden que deben resguardar e interpretar, pero en poco se destacan al pensar sobre la salud del orden constitucional que queda.
La calle, antaño receptora de múltiples reclamos de cumplimiento y respeto de los mandatos constitucionales, no ha quedado vacía pero los reclamos de hoy poco o nada tienen o quieren ver con dichos mandatos.
La Ley mayor vive una soledad de la que no se libera ni en los días santos. En particular, cada día está más claro que aquel momento de innovación resumido en el llamado “capítulo económico” de las Constitución, ideado por el presidente De la Madrid para reencontrar la confianza del capital y producir tranquilidad en los sectores medios, pasó al archivo muerto hace varias décadas.
En términos de su peso político hoy mandan las reformas de mercado vueltas asignaturas constitucionales o leyes superiores, en lugar de aquellas figuras imaginadas para reformar y “modernizar” la economía mixta que, a lo largo de décadas, se había erigido para alcanzar, aunque fuera incipiente, un balance histórico entre el mercado y la equidad, entre el Estado y el capital, entre el capitalismo y una democracia que apenas se balbuceaba pero se reclamaba airadamente desde la plaza.
Hoy tenemos una economía política desequilibrada y sin mecanismos de compensación y enmienda de las injusticias que auspicia un régimen de mercado abierto y sin restricciones, dominado por las pulsiones salvajes y abusivas propias de otros tiempos. Así lo indican los resultados de la justicia laboral y la reproducción inicua de la concentración de los ingresos, la riqueza y los accesos al disfrute de los bienes públicos.
También, lo consigna la indefensión de los grupos vulnerables, su carencia de voz y el flagrante olvido de sus carencias por parte de los mandatarios que se sueñan más bien como mandantes.
Pero, ¡cuidado!, tenemos ya otros mandatos constitucionales que ponen en el centro a los derechos fundamentales, derechos humanos de toda generación que incluyen los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, cuya protección y garantía es misión mayor del Estado.
Tenemos también otra demografía, dominada por los jóvenes y los adultos jóvenes, mayoritariamente ocupados de manera informal, sin protección social, independientemente de su grado de escolaridad.
Hasta llegar a conformar una economía política excluyente y del desperdicio, que quema sus bonos demográficos todos los días y cuyos dirigentes de todos los signos y banderías no parecen inmutarse.
En estos días de “celebración” de un presupuesto austero, recortado en los altares del buen hacer financiero, festejado por la destreza de sus nuevos cancerberos para acomodarse sin tardanza a la herencia de quien lo formuló y ahora es denostado por quienes lo alababan hasta hace unas horas, no está demás preguntarse: ¿Qué tiene que ver este milagro fiscal que reproduce pesos como peces, con esos derechos humanos que están en el centro del mandato constitucional? ¿Hay alguna correspondencia entre los recursos asignados a la salud, la educación, la promoción del empleo o la investigación científica, y la demografía y su inmenso inventario de penurias, carencias, necesidades no cubiertas?
El Presupuesto de Egresos solía ser el campo de lucha y definición dentro y fuera del Estado, de objetivos, metas y propósitos. Aún en tiempos autoritarios pretendía tener esa dignidad de espacio republicano, de pugna distributiva, de empeño por hacer compatibles la justicia de mercado y la justicia social. A esto se renunció y no por la deuda de todos tan temida, sino por el miedo al desarrollo y la autocomplacencia con la comodidad ganada por unos cuantos y compartida por otros, no muchos, más.
Tampoco aquí la Constitución puede presumir de ser Carta Magna.