José Woldenberg
Reforma
16/06/2016
Así como el artículo 122 constitucional es el marco normativo de los trabajos de la Asamblea Constituyente de la Ciudad de México, la correlación de fuerzas es el segundo elemento que modula sus posibilidades. Porque contra la aritmética democrática poco pueden hacer el voluntarismo o los exorcismos.
Luego de la elección de 60 constituyentes y la designación de 28 más por las Cámaras del Congreso (bueno, 25 porque Morena no aceptó contar con asambleístas designados y al parecer falta aún nombrar a un senador que le corresponde al PRD), y restando solamente que el Presidente y el jefe de Gobierno del DF nombren a 6 cada uno (que imagino serán cercanos al PRI y al PRD respectivamente), un dato resulta estratégico: ningún grupo parlamentario tendrá los votos suficientes para hacer su voluntad y ninguno tendrá tampoco capacidad de veto.
La regla con la que deberá trabajar la Asamblea indica que los acuerdos sustantivos se tendrán que tomar con una votación mínima del 66.6 por ciento de los representantes. Es decir, se requiere de una mayoría calificada de votos para hacer avanzar cualquier iniciativa. Y por supuesto, si algún partido tuviese 34 asambleístas estaría en capacidad de bloquear cualquier propuesta. Pero según un cálculo de Carlos A. Flores, la Asamblea tendrá la siguiente composición (se suman los electos y los designados): PRD 29, Morena 22, PRI 21, PAN 14, PVEM 3, Panal 3, PES 3, MC 2 y un independiente.
Como es fácil apreciar ningún partido por sí solo podrá hacer su voluntad. Incluso si la izquierda fuera unida (PRD, Morena y MC), carecería de los votos suficientes para hacer prosperar sus propuestas. Y en el cálculo estamos incluyendo a las dos formaciones políticas con más representantes. Ante un escenario como ese se requerirá forjar una gran coalición con aliento reformador, pero capaz de sumar a través de los instrumentos paradigmáticos de la política: hablar, negociar, acordar. De no ser así, los mejores esfuerzos y las más nobles intenciones pueden resultar estériles.
Recuerdo aquel Congreso Universitario (de la UNAM) de 1990. La regla era similar: solo se aprobaría aquello que contara con las dos terceras partes de los votos de los congresistas. Y en las mesas donde eso se entendió (el Congreso se dividió en 11 mesas de trabajo) fue posible forjar acuerdos; pero en aquellas otras en las que las partes se mantuvieron en sus posiciones originales sin cambio alguno -a sabiendas de que no contaban con los votos necesarios para ganar- no se aprobó una sola iniciativa significativa. Fue el caso del gobierno de la UNAM.
Y es que en Asambleas como la que veremos en breve siempre existe el peligro del testimonialismo. Esa actitud consiste en plantear las convicciones e iniciativas propias (lo cual por supuesto es legítimo y necesario), pero no moverse ni un ápice de las mismas a pesar de que se sabe que no se cuenta con los «asientos» necesarios para hacerlas realidad. El testimonialismo suele dejar satisfechos a sus portadores, subraya una autoproclamada superioridad moral, genera cohesión en la derrota, aunque políticamente resulte intrascendente. Esa actitud puede tener dos nutrientes: a) fáctica, se tiene tan poca fuerza que es difícil que se le tome en cuenta, o b) de convencimiento, se tiene uno en tan alta estima que no está dispuesto a transigir con los otros.
En el primer caso podemos pensar en el independiente o en los grupos de 2 o 3 asambleístas. Pueden fijar su posición, hacerla pública, socializarla y punto. Es decir: ofrecer su testimonio, o… tratar de coaligarse con alguna (s) de las fuerzas mayores para quizá hacer triunfar cierta iniciativa que les parezca relevante a cambio de sumarse a un bloque mayor. La otra versión la pueden encarnar aquellos que no estén dispuestos a ninguna negociación, a ningún acuerdo. Sea por ánimo diferenciador, por convicción, porque no quieran «contaminarse» o porque piensen que un Congreso exitoso no les conviene, pueden eventualmente diseñar una estrategia que garantice su singularidad e intente complicar la forja de acuerdos.
Lo cierto, sin embargo, es que las reglas son claras. La fragmentación de la representación también. Y solo sumando, hasta conformar un (o unos) bloque con la mayoría calificada de votos, la Asamblea Constituyente podrá arrojar frutos.