Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
25/06/2020
La presidenta de la Cámara de Diputados, Laura Rojas, decidió promover una controversia constitucional contra el acuerdo mediante el cual el Jefe del Ejecutivo dispuso del uso de la Fuerza Armada permanente para tareas de seguridad pública. Su decisión es totalmente legal y legítima, como ya ha sido explicado por diversos juristas, y no hace otra cosa que pedir que la Suprema Corte de Justicia de la Nación se pronuncie sobre si el acuerdo presidencial corresponde a lo aprobado por el Congreso de la Unión cuando reformó la Constitución para crear la Guardia Nacional.
El decreto de reforma constitucional publicado el 26 de marzo de 2019, con el que se creó la Guardia Nacional como un cuerpo de carácter civil y se reiteró el principio de que las tareas de seguridad pública corresponden en exclusiva a las policías civiles, incluyó un artículo transitorio, el quinto, que autoriza al Presidente de la República a disponer de la Fuerza Armada permanente de manera extraordinaria por un período de cinco años, siempre y cuando su uso sea regulado y fiscalizado por las autoridades civiles a las que auxiliarán de manera complementaria y subordinada. El acuerdo presidencial publicado en el Diario Oficial de la Federación el 11 de mayo de este año no cumple con esos requisitos, pues no establece ningún mecanismo para ello, más allá de copiar el enunciado descriptivo de la disposición transitoria, y tampoco plantea la manera en la que se hará el retiro a los cuarteles antes de la fecha establecida, que se cumplirá en marzo de 2024.
Los argumentos sobre la inconstitucionalidad de la disposición presidencial han sido también bastante discutidos y la presidenta de la Cámara los ha considerado válidos, por lo que cree que el acuerdo representa una invasión del Ejecutivo en las facultades del Legislativo, pues debió haber sido este el poder encargado de regular los términos del uso excepcional de las Fuerzas Armadas durante el tiempo de gracia que el transitorio concede a su uso en tareas de competencia exclusivamente civil. Nada fuera de lo común en una democracia constitucional con división de poderes. Nada, desde luego, que se acerque siquiera a un intento de golpe, como han salido a clamar desaforados los diputados del grupo mayoritario en la Cámara de Diputados.
Primero fue el inefable Pablo Gómez, espécimen curioso de la de la vieja izquierda mexicana formada en el estalinismo, pero que pareció reformarse como demócrata al haber pasado años de cárcel por su supuesta participación en el movimiento estudiantil de 1968. En los tiempos postrimeros de la existencia del PCM, Pablo Gómez fue parte de la dirección de aquel partido que lo llevó a disolverse para fusionarse en una fuerza más amplia, con capacidad de atraer votos, y fue el secretario general del PSUM, la organización que surgió como proyecto unitario de la izquierda con vocación electoral. Yo, que viví aquella militancia, lo recuerdo como un líder arrogante y torpe, incapaz de mantener la unidad del partido por sus desplantes, de verbosidad excesiva y necedad contumaz. Pero más allá de lo desagradable que siempre ha sido, ahora Gómez muestra, de manera descarnada, su oportunismo y su falta de congruencia. Reprimido y encarcelado, se supone que conoce de primera mano el riesgo de la intervención de las Fuerzas Armadas en la vida interna del país y, sin embargo, ahora se ha convertido en el paladín de mantener su despliegue sin control como instrumento presidencial para controlar el territorio. Así algunos viejos comunistas cuando llegan al poder.
A Gómez lo siguió el resto de la bancada de Morena en su clamor histérico, al grado de llamar golpista a la presidenta de la Cámara, tan solo por usar su atribución legal de consultar al poder constitucional, el Judicial, que tiene la facultad de dirimir los desacuerdos entre poderes. La reacción indignada de la mayoría, que se considera desairada porque no fue tomada en cuenta, no solo muestra su desconocimiento de la ley, sino que es prueba de su sometimiento abyecto al caudillo, cuando se presentan como guardianas de la justeza de las decisiones presidenciales, no como representantes electos de la ciudadanía. Exactamente como lo hacían los diputados del viejo PRI en los tiempos del monopolio.
La actitud de los diputados de Morena tiene mucho de traición a sus votantes, pues durante su campaña y durante las actuaciones políticas previas de muchos de ellos, se mostraron como enemigos abiertos de la militarización. Baste revisar sus antiguas intervenciones y sus discursos electorales para advertir el tamaño de su felonía, equivalente a la del gran líder, que clamó por el retiro de las Fuerzas Armadas de las calles una y otra vez. Pero si a algo nos hemos acostumbrado desde el comienzo de la legislatura es a las acrobacias retóricas que ahora justifican lo que antes se condenaba.
En México llevamos década y media de desastre en la seguridad protagonizado por las Fuerzas Armadas. Una vez más recuerdo que 2007, cuando se alcanzó una tasa de 8 homicidios por cada cien mil habitantes, después de décadas de reducción de la violencia, fue el año más pacífico de la historia de México desde su independencia en 1821. La decisión de Felipe Calderón de desplegar al Ejército para combatir al narcotráfico dio al traste con aquella tendencia histórica. Por eso muchos de quienes han defendido una seguridad sin guerra decidieron darle su voto a López Obrador en la elección de 2018. No fue mi caso, pero varios compañeros cercanos a los que respeto así lo decidieron. Me imagino la decepción que han sufrido ante el Gobierno más condescendiente con el poder militar desde que los generales dejaron la Presidencia de la República.
En su afán por congraciarse con las Fuerzas Armadas, López Obrador no solo les concedió el control de la Guardia Nacional, contraviniendo también con ello la reforma constitucional que la creó, sino que las ha provisto de pingües negocios en la construcción de sus obras y ahora, al igual que su némesis Calderón, les da carta blanca para seguir haciendo lo mismo, por lo que son esperables los mismos malos resultados, con su cauda de violaciones a los derechos humanos.
Por eso es indispensable que sea la Corte la que decida, de manera que el mandato constitucional se cumpla. Y ya puestos a pedir el cumplimiento de lo aprobado por los mismos legisladores vociferantes, sería buena que también se desarrollaran los mecanismos establecidos en el artículo séptimo transitorio de la misma reforma constitucional, que ordena desarrollar las policías locales, tema en el cual el actual Gobierno no ha hecho absolutamente nada.