Adolfo Sánchez Rebolledo
Nexos, no. 336, junio, 2008
Carlos Pereyra muere el 4 de junio de 1988, apenas un mes y dos días antes de la gran sacudida electoral que haría cimbrar al régimen revolucionario mexicano, justo en la víspera de la caída definitiva del socialismo real. No vivió para ver el desenlace de este “siglo corto”, como lo nombró Eric Hobsbaum, pero la parte medular de sus ensayos políticos corresponde, justamente, a las disyuntivas profundas que anunciaban ya, bajo una luz nueva, la necesidad de un profundo viraje en la visión de la izquierda. Por eso, a pesar del tiempo transcurrido —y no hablo sólo de sus obras académicas más rigurosas—, sus planteamientos brindan una lección de claridad e inteligencia de enorme utilidad para descifrar el presente. No es ilógico suponer que Pereyra habría saludado el fin de las sociedades “postcapitalistas”, pero sería excesivo presuponer cuál sería el curso que habrían tomado sus reflexiones respecto al supuesto “fin de la historia” y al debate universal en torno a la democracia que ya ocupaba el centro de sus preocupaciones teóricas. Sin embargo, creo que no aceptaría como la última palabra la idea corriente según la cual el fracaso del camino socialista hace innecesaria la elaboración de una nueva síntesis teórica y política respecto de los temas de la democracia y la igualdad, capaz de trascender el liberalismo en boga y la mera prédica moral a favor de una sociedad más justa. Me baso para afirmarlo en numerosos textos del propio Pereyra en donde, junto a la crítica del llamado socialismo real, adopta un severo cuestionamiento al neoliberalismo que en esos años vive su esplendor. Sin determinismos, Pereyra mantiene en pie la crítica al capitalismo y, en particular, a la situación imperante en las llamadas periféricas donde a la injusticia secular se une la debilidad histórica de las instituciones democráticas. “Aquí —dice Pereyra— la democracia será resultado del movimiento popular o no será”. Y no se equivoca.
En otra parte he escrito que Pereyra fue uno de los primeros intelectuales que “quiso ganar para la izquierda la batalla por la democracia”. ¿Cuál es el significado real de estas palabras? Las primeras baterías se dirigen a combatir la idea de la actualidad de la revolución, la cual impide a la izquierda de origen marxista reelaborar una estrategia verdaderamente democrática. Y lo hace en dos sentidos: como afirmación de la lucha política despojada de toda noción extraída del lenguaje militar (aniquilamiento, destrucción del contrario) y como recuperación de la democracia, ese significado olvidado de la larga marcha hacia la igualdad y la libertad emprendida por los desheredados de siempre. En consecuencia, la democracia no es un discurso unívoco sino múltiple y diverso, cuya naturaleza se muestra históricamente. Tomando en cuenta los prejuicios que rodean el concepto, y aunque a través del tiempo también sus ideas se matizan, Pereyra asume que el discurso democratizador de mayor aliento es el que se halla genéticamente anclado en ese vasto movimiento por los derechos civiles y laborales que expresa las urgencias de las mayorías excluidas en busca de la ciudadanización del mundo. Contradiciendo la frase hecha de que la democracia “formal” es el régimen que corresponde a la naturaleza capitalista del Estado, a Pereyra le preocupa probar la línea de continuidad, el hilo coherente mediante el cual se unen la historia social y la historia de la democracia moderna.
Pereyra no deja lugar a dudas en cuanto a cuál es su pensamiento en este tema crucial: la democracia “burguesa” ha sido “obtenida y preservada —escribe en 1982— en mayor o menor medida en distintas latitudes contra la burguesía”. “No hay argumentos que permitan fundar la tesis de que entre el capitalismo y democracia existe una conexión necesaria” (p. 33). “En las sociedades capitalistas las formas democráticas no han sido impuestas por sino contra la clase dominante” (p. 40). “En efecto —escribe— a la vuelta del siglo a nadie se le hubiera ocurrido desvincular proyecto socialista y programa de democratización social. No es una casualidad que los primeros agrupamientos políticos en que se concretó la mencionada tendencia histórica se conocieran con el nombre de socialdemocracia. Para todos era evidente que el socialismo no sería sino la democracia llevada hasta sus últimas consecuencias y que la eliminación de la propiedad privada sería sólo un aspecto de un proceso más amplio cuyo eje central estaría constituido por la socialización del poder” (p. 51). “No tiene por qué plantearse un falso dilema entre democracia política y democracia social”. Así pues el desarrollo material de la sociedad permite institucionalizar e integrar los conflictos, pero no se anula nunca la contradicción básica entre el principio de la soberanía popular y la lógica de la acumulación capitalista”. Es esta situación la que hace necesaria la perspectiva socialista, concebida, en todo caso, como un conjunto de principios orientadores, heurísticos, (más) que como la realización completa de un sistema distinto. A fin de cuentas, escribe, “la desprivatización de la economía ni implica por sí sola la instauración del socialismo en el sentido más estricto del término” (p. 40).* . Carlos Pereyra plantea con gran lucidez a la izquierda la urgencia de abrir los ojos para comprender la naturaleza del cambio que, so pretexto de una limitada “reforma electoral”, como solía decirse, se estaba produciendo en el país, luego de años de sangrientos desencuentros nacionales. En 1977, en ocasión de la consulta para la reforma política, advierte sobre la (evidente) necesidad de “renovar el funcionamiento del sistema político… pues mientras éste se desenvuelve en una atmósfera con frecuencia irreal, en la sociedad civil se suceden los conflictos y la efervescencia es creciente. La alternativa de la nación mexicana es clara: por la vía de un sistema político esclerótico incapaz de admitir mecanismos de negociación para los intereses particulares contrapuestos se llega a la dictadura, o por la senda de la democratización se establecen reglas de juego que permitan la participación de la ciudadanía en la solución institucional de los conflictos” (Secretaría de Gobernación, Audiencias para la reforma política, 30 de junio de 1977, p. 237).
Frente a la izquierda marxista-leninista que hace de la democracia solamente un componente instrumental del cambio revolucionario, Pereyra propone una visión en la cual el reconocimiento del pluralismo pasa a ser el fundamento del Estado: la democracia formal implica un marco normativo e institucional para la solución de los conflictos, es decir, un terreno donde las fuerzas políticas buscan imponer su hegemonía sin exigir como condición la anulación de los otros. Naturalmente, esa aceptación presupone que la propia democracia se observe también como una conquista histórica que no se gana de la noche a la mañana ni nace acabada con la expedición de las “reglas del juego”, por más perfectas que éstas parezcan, independientemente de las condiciones de su aplicación y del resto de los cambios ocurridos en la esfera político-electoral. Y esto me parece crucial, sobre todo cuando el proceso es tan gradual e inacabado como el nuestro, de modo que los llamados poderes fácticos pueden intervenir por sí mismos en la formación de la mayoría, como si la política fuera una mercancía más en el mercado. La experiencia del foxismo no puede ser peor, pues no sólo pervirtió los avances democráticos alcanzados con enormes dificultades décadas atrás —los cuales le permitieron ganar la presidencia— sino que el retroceso fue legitimado por la acción de los órganos del Estado de los que, en última instancia, depende la vigilancia y la legalidad del proceso en su conjunto. La sola existencia de la formalidad jurídica o la normativa democrática no son suficientes si la sociedad carece de suficientes elementos para conseguir que dichas reglas se cumplan: una ciudadanía vigilante, activa e informada no nace de la noche a la mañana, pero sin ella la democracia se convierte en un remedo, en simple caricatura. Para la izquierda es imperativo ser democrática, pero la afirmación de los valores que ésta representa no son suficientes para asegurar una política digna de llamarse de izquierda. Para ello es preciso, además, plantearse en serio la crítica del orden que determina la reproducción de la desigualdad, transformar en un programa capaz de construir los fundamentos de una convivencia más justa. Hoy, a 20 años de su desaparición física, muchas veces me he preguntado qué diría hoy nuestro filósofo al ver los cauces por donde corren las aguas de la democracia, la modernidad y la izquierda.
Nota bene
El recuerdo personal me devuelve la imagen de Pereyra inquisitivo, amistoso y áspero a la vez, lector incansable, comprometido siempre con la izquierda y sus causas. Recorre buena parte de la geografía política de la época: milita en la Juventud Comunista; se inscribe en el PCM, vive el drama ritual de las escisiones, se afilia a la Liga Comunista Espartaco. Es parte del Movimiento de Acción Popular y del Partido Socialista Unificado de México, y antes con Heberto Castillo se preocupa por darle continuidad a ese aldabonazo de la sociedad civil que fue el 68. Discute con pasión los libros clave, prologa a Aníbal Ponce, escribe en Solidaridad, la revista de los electricistas de Rafael Galván, y en un opúsculo editado por el Fondo de Cultura Económica —a comienzos de los años setenta— realiza el deslinde crítico con la violencia revolucionaria en Latinoamérica. Dialoga con los cristianos. Estudia el marxismo y escribe en la prensa. Es Carlos Pereyra militante que deja su huella intelectual sin demérito del rigor, ajeno al pobrismo que ya empieza a estar de moda y crítico feroz de la metafísica revolucionaria, antesala de los grandes oportunismos nacionales. Y ahí quedan como prueba sus libros, los cientos de artículos periodísticos memorables, las colaboraciones cada vez más apreciadas por un público exigente. Nos sentimos orgullosos de esa herencia, válida, útil, ejemplar aunque los años han pasado y México ya es otro. Pero ahí hay ideas. El mundo es muy distinto, pero las razones —y los problemas— de la izquierda, en ciertos asuntos básicos, siguen intactas: el país no sale del atraso que condena a millones a la sobrevivencia, mientras las elites satisfechas con la alternancia ahondan cada vez más los abismos culturales y sociales que dividen a los mexicanos. Tenemos una democracia intervenida por los intereses particulares, muy poco ciudadana, si cabe la expresión. La deliberación pública tropieza con la injerencia corporativista y la corrupción, mientras la reacción (que no es mera entelequia) se esfuerza por restaurar la utopía desecularizadora bajo el sino de una modernidad vergonzante. La izquierda ha dejado de ser una fuerza testimonial para convertirse en uno de los ejes de la vida nacional, pero no da el gran salto adelante. Hoy como ayer hace falta una profunda renovación cívica, ética e institucional que ya no puede venir “de arriba”, como un acto ejemplar del poder. Es entonces cuando echamos de menos algo que nunca sobra: la claridad intelectual, el compromiso con el rigor y la honestidad de hombres como Carlos Pereyra. ¡Salud Tuti! n
* Las citas corresponden a la revista Cuadernos Políticos, núm. 54-55, mayo-diciembre 1988, Ediciones Era, México