Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
02/03/2017
El Partido de la Revolución Democrática se desmorona. Casi a diario nos enteramos de una nueva deserción de algún cuadro relevante, de alguna renuncia de un legislador. El barco, escorado, ve saltar a sus tripulantes ante la inminencia del naufragio. El proyecto electoral más ambicioso de la izquierda mexicana de las últimas tres décadas está a punto de convertirse en una fuerza marginal, en lucha por el mantenimiento de su registro. Desde luego, no es ya, rumbo a la elección de 2018, una fuerza con capacidad de pelear por la Presidencia de la República. Una implosión producto de la pérdida de densidad de un partido que en sus casi treinta años de vida fue incapaz de construir una institucionalidad sólida, siempre dependiente de sus caudillos, atrapado en sus prácticas clientelistas, cerrado al debate de las ideas, refractario al conocimiento y al refinamiento intelectual.
Cuando hacia finales de 1987 se dio el rompimiento en el PRI del que emergió la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas, la parte entonces más relevante de la izquierda mexicana se encontraba en un proceso de unificación que había dado como resultado la creación del Partido Mexicano Socialista y la candidatura presidencial de Heberto Castillo. No fue fácil el trayecto que llevó a la unificación de la izquierda con el objeto de hacer política por la vía electoral. La década de 1970 había visto surgir numerosos grupos guerrilleros que vieron en las armas la única posibilidad de transformación de la injusta sociedad mexicana y si bien la reforma política de 1977 había logrado abrir un cause electoral a la disidencia, todavía a mediados de la década de 1980 había grupos que despreciaban las elecciones como ruta para hacer avanzar ideas y programas o para impulsar reformas. El mito de la revolución como el único camino para la gran transformación seguía teniendo gran predicamento entre los militantes y dirigentes, mientras que la ruta de la legalidad y el cambio gradual se veían con desprecio o como claudicación entre muchos de quienes se definían como izquierda.
Mientras tanto en el PRI, la crisis económica hacía estragos por la pérdida de la capacidad estatal para repartir empleo público, elemento central para la disciplina de una maquinaria política lubricada con el reparto de rentas del Estado. Los recortes presupuestales de 1985, que habían dejado a miles de burócratas otrora leales priistas en la calle, mermaban la disciplina hasta entonces férrea. A pesar de la resistencia del control corporativo, el descontento crecía entre los trabajadores y los campesinos y, finalmente, un grupo de la elite priista excluido del reparto de cargos por el gobierno de Miguel de la Madrid encausó la disidencia hacia el rompimiento y utilizó la vía de los hasta entonces partidos satélites, también marginados del reparto de recursos públicos, para postular a Cuauhtémoc Cárdenas como candidato a la presidencia, la primera ruptura relevante del monolítico PRI desde 1952.
La candidatura presidencial de Cárdenas resultó un terremoto para el naciente PMS. Desde el primer momento el atractivo de la disidencia priista resultó irresistible para muchos que siempre habían visto en el “sector nacionalista–revolucionario” del PRI un aliado de una reconducción popular del rumbo del país, mientras que otros entendieron que el arrastre electoral que podía tener el hijo del último mito de la revolución social mexicana haría irrelevante la candidatura de Heberto Castillo. La campaña de Cuauhtémoc creció como bola de nieve y atrajo no solo a grupos de la estructura tradicional del PRI, con sus redes de clientelas, sino a muchos votantes de la nueva ciudadanía urbana que vieron en él la posibilidad de un cambio sin demasiada incertidumbre. En 1988 las elecciones por fin cobraron significado como vehículo para la conquista del poder.
El hecho es que, a pesar de una ruta accidentada, aquel movimiento electoral de 1988 decidió convertirse en un partido político permanente, que insistiría en la vía electoral para lograr sus objetivos. Ahí confluyeron los grupos provenientes del PRI con los que venían de la izquierda independiente, incluidos quienes habían formado el PMS. Se trató del más ambicioso proyecto electoral de la izquierda construido hasta entonces, en buena medida gracias a las nuevas condiciones de competencia abiertas a partir de la reforma política de 1977.
Sin embargo, la unidad del PRD siempre fue precaria. Todos sus primeros años de vida dependió del arbitraje caudillista de Cárdenas, convertido en su primer líder. Desde muy pronto, se mostró como un espacio hostil para la reflexión y la discusión sosegada. La impronta priista se hizo sentir desde sus primeros tiempos, cuando el peso de cada grupo se comenzó a medir por el tamaño de sus clientelas, más que por las ideas y los planteamientos estratégicos y programáticos. En lugar de una construcción institucional formal, con reglas claras para dirimir las controversias, fueron las prácticas informales y el liderazgo personalista los que acabaron imperando. Desde 1991 comenzó a ser abandonado por los grupos intelectuales.
La hostilidad del gobierno de Salinas y los propios errores de su dirigencia estancaron al PRD como corriente electoral. En 1996, sin embargo, fue una fuerza fundamental en el nuevo pacto político que dio paso a la pluralidad electoral competitiva. Después, cuando Andrés Manuel López Obrador se hizo con la dirección del partido, lo perfiló como opción de salida para las disidencias priistas, sin demasiados pruritos ideológicos o programáticos. Si bien obtuvo éxitos electorales notables, el partido se desdibujó como proyecto programático de la izquierda, para no ser otra cosa que una maquinaria electoral articuladora de clientelas en competencia por el botín del empleo público y las rentas estatales.
Del caudillo Cárdenas al caudillo López Obrador, el PRD nunca logró superar su dependencia del arbitraje personalizado. Con la ruptura del último caudillo, que prefirió crear un partido a su medida para no tener que conciliar con los díscolos, el cemento unificador se perdió, sin que se diera un proceso de consolidación institucional. Quienes se quedaron con el aparato partidista han mantenido su precaria unidad en la rebatiña por los ingentes recursos del financiamiento público con el que todavía cuentan, pero sin capacidad alguna de construir un proyecto coherente con atractivo electoral. Se quedaron sin el arrastre del demagogo que les atrajo el mayor caudal electoral de su historia, pero no supieron, por falta de talento y de ideas, dar el paso a una formación de izquierda ciudadana atractiva. Quisieron mostrarse como pactistas y quedaron como claudicantes. Hoy se hunden en el desprestigio, sin rumbo y sin candidatura.