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El debate público

La demanda por populismo

 

 

 

Ricardo Becerra

La Crónica

09/09/2018

 

Trump es la cúspide del fenómeno. Pero miren a la conservadora Teresa May, comandando el viejo gran imperio británico. Matteo Salvini, ministro del Interior italiano o el Premier húngaro, Viktor Orbán. El presidente polaco y la amenaza de Jair Bolsonaro, ultraderechista xenófobo brasileño, favorito en las encuestas (si no aparece Lula en la boleta) para presidir el país más importante de América Latina. ¿Será esta oleada (no populista) sino prefascista (como dice Albraight), la principal herida que nos heredó aquella gran crisis financiera detonada el 15 de septiembre de 2008?

Recordemos: el capitalismo global vivía sus años más alegres gracias a una gran estafa (ingeniería, sofisticación financiera le llaman) expandida a escala planetaria por los bancos internacionales que actuaban muy libres de molestas regulaciones, abrogadas, precisamente en el momento que más se necesitaban. El mundo se dio cuenta que los bancos e instituciones de crédito habían prestado la cordillera del Himalaya a quienes no podrían pagar. Un dato: 550 mil millones de dólares fueron retirados en sólo dos horas, el 18 de septiembre de 2008 en E.U., tan pronto Lehman and Brothers había sido dejada a su suerte.

Lo que vino después fue un colosal desorden económico y financiero, sólo comparable con la Gran recesión de 1929. Ah, y algo más: esa crisis del orden mundial no venía de debiluchos e irresponsables países de la periferia (México —1995—, los países asiáticos con Taiwán a la cabeza —1997—, Rusia —en 1998—) sino que estallaba en el corazón del sistema financiero:, Wall Street. Y sus consecuencias serían las más perniciosas desde hacía ochenta años.

Consecuencias económicas, por supuesto, ampliamente discutidas y evaluadas durante la década pasada (aunque no tenemos un informe concluyente de lo que le costó al mundo: gobiernos, empresas, empleos o salarios). Pero su peor secuela, tal vez, no se halle en la economía sino en la política.

Tengo frente a mí una ponencia de Ray Dalio, fundador de un fondo de inversión gigantesco llamado Bridgewater. En ella se contabiliza el crecimiento del voto “populista” en países democráticos luego de la crisis financiera. En 2010 los partidos extremistas (antiinmigrantes, antipolítica, antipartido y antielites) recibían el 7 por ciento de la votación en las naciones de occidente. Para 2017, esa masa rozaba ya el 35 por ciento. Y agrega: “de hecho, ese aumento sólo se había observado durante las décadas de 1920 y 1930”, con su pico exultante en 1939: el 40 por ciento del voto.

¿Quiere decir que las grandes recesiones económicas provocan tal malestar que termina minando las bases de la democracia? Es difícil establecer esa causalidad, pero la sombra de la crisis siembra una interrogante vital para cientos de millones de personas: la certeza o la intuición de que ellos y sus hijos ya no podrán vivir mejor, no habrá prosperidad.

La crisis financiera incubó, a escala mundial, un huevo de resentimiento en el que todos los que se ven ajenos, excluídos o ninguneados de la presuntuosa etapa “cosmopolita”, cobran venganza del status quo indiferente, y votan en su contra.

De esa manera surge la “demanda por populismo”. El sentimiento de abandono tan generalizado, aunado al malestar previo (por décadas), la ansiedad y el miedo al futuro, sin trabajo, con salarios extremadamente bajos, sin esperanza de ascenso social, conforman un clima social que se empeña en encontrar líderes fuertes que ofrezcan protección ante la inclemencia de una época sin alma.

Entonces, la recesión económica se convierte en una recesión democrática. Las reglas de la convivencia pluralista pierden valor si de lo que se trata es de reforzar una red de seguridades vitales y elementales.

Los votantes sufragan en un mundo perturbado. Alterados por circunstancias y fuerzas más allá de su propia comprensión (las intuyen). No obstante, después de años y años de indiferencia, distancia, mal trato, elitismo, corrupción, los votantes tienen claro quiénes son culpables. La democracia, entonces, adquiere un reto inmenso: debe ser capaz de soportar la conmoción de líderes y gobiernos que llegaron allí, porque existe esa democracia, pero que no están dispuestos a condescender con sus minucias procedimentales. La recesión económica se transmuta en recesión política y también democrática. Vean a los Estados Unidos, para bien o para mal, quizás, nos estén mostrando ese futuro.