Fuente: La Jornada
Adolfo Sánchez Rebolledo
Desde el 68 se hizo obvia la necesidad de impulsar la democratización del Estado en consonancia con los cambios ocurridos en la sociedad. La formación de unas clases medias con capacidad de consumo, la urbanización explosiva de las ciudades, precipitada por la demografía, pero también por la crisis rural; la expansión educativa, el fortalecimiento de la cultura impulsada desde la universidad pública UNAM; el despliegue de las modernas telecomunicaciones, en fin, el fortalecimiento de la seguridad social y la salud, entre otros indicadores, dan cuenta de grandes mutaciones, pero también de los nuevos desafíos planteados al desarrollo nacional.
Mientras hubo crecimiento económico se mantuvo, no sin problemas, la estabilidad, de forma que el capitalismo burocrático sobrevivió a la corrupción, al patrimonialismo o a la represión, practicada con generosidad contra las disidencias populares, hasta que el mundo y su propio agotamiento productivo canceló el «milagro» y el sistema empezó a navegar haciendo agua. Lejos de ser la mera adaptación paulatina e indolora a dichas transformaciones, el impulso democrático surge como la acción liberadora, proveniente de todos los ámbitos, para disolver, de hecho y derecho, el mecanismo autoritario mediante el cual el Presidente es árbitro social y supremo mandarín del México posrevolucionario.
Lo que sigue es el largo camino que dimos en llamar «la transición», es decir, una transformación en el funcionamiento y las reglas del sistema político que para muchos ha concluido con la aclimatación de los procesos electorales en la disputa por los espacios de poder y representación. Sin duda, la conquista de un régimen electoral equitativo, capaz de asegurar el libre juego de partidos y el respeto absoluto al voto y a la voluntad popular eran siguen siendo indispensables para alcanzar la democracia. Pero, con toda su importancia, la reforma electoral no era, ni puede ser hoy, el único horizonte del cambio democrático en México, la estación terminal de ese sinuoso camino en ocasiones trágico emprendido hace décadas para transformar al régimen político y a la sociedad nacional. Menos si, como pretende el panismo, se identifica la salud de la democracia con el imperio del libre mercado y con el abandono, en nombre del liberalismo, de los principios que en la Constitución favorecen la creación del Estado social, el cual jamás podría asimilarse al viejo estatismo, cuya crisis abrió las compuertas a la etapa de mediocridad y decadencia en la que nos hallamos.
El panismo se ufana de haber derrotado al PRI en las urnas, pero ha sido incapaz de elaborar una nueva visión del país. Prometieron que la alternancia significaría un gran salto adelante, pero el PAN no tenía ni tiene un proyecto de gobierno distinto al que defendieron cuando Salinas terminó su mandato o al que históricamente enarbola la derecha confesional. Es el mismo programa de antes, sólo que más viscoso y manipulado. Pero sirve a los mismos intereses. Por eso dependen y seguirán dependiendo de ese sector del PRI que busca volver por sus fueros. Da pena decirlo, pero a 30 años de la reforma de Reyes Heroles la ciudadanía carece de los medios para fiscalizar y, en su caso, corregir el rumbo del gobierno. Tenemos un Legislativo plural y gobiernos multicolores, pero el Ejecutivo actúa con el antiguo librito: hay arbitrariedad, nulas ideas, complicidad con los líderes corruptos, clientelismo, dependencia de los medios de comunicación a cuya agenda se pliegan, aunque a veces (las menos) les peguen, y clasismo a manos llenas. La crisis muestra la realidad polarizada y desigual que define el comienzo de siglo mexicano, su verdadero rostro.
En México está pendiente la enorme tarea de renovar las instituciones del Estado, transformar el régimen político y dignificar al Poder Judicial para que sea creíble y confiable. Ésas son las condiciones de posibilidad para atacar el mal mayor de la desigualdad. Se requiere fomentar el crecimiento, pero es igualmente indispensable redistribuir el ingreso depositado en un pequeño grupo de privilegiados a los que no se toca ni con el pétalo de una rosa fiscal. De otro modo, ¿cómo se puede hablar de democracia donde suben los impuestos, pero a los sindicatos no se les fijan «topes» insuperables? ¿Cómo puede existir una ciudadanía madura donde las organizaciones para la autodefensa de los trabajadores se toleran siempre y cuando no contravengan al gobierno-patrón?
Es falso que en México subsista la centralidad de los trabajadores o que éstos sean incapaces de presentarla «en formato positivo», según reclama Luis F. Aguilar en Reforma, «mostrando cómo sus fórmulas de organización productiva y desempeño contribuyen decisivamente al crecimiento económico que expande el bienestar y la prosperidad del país». Olvida que los electricistas democráticos dirigidos por Rafael Galván elaboraron un programa viable de alcance nacional, la Declaración de Guadalajara, y asumieron como propia la tarea de integrar y modernizar la industria eléctrica con lo cual pronto despertaron la total animadversión del gobierno aliado al sindicalismo más corrupto hasta que fueron expulsados del sindicato, reprimidos o despedidos por su defensa de la empresa nacionalizada. El dogma vigente es que no hay conquistas sociales, sino concesiones del poder, pues predominan el prejuicio de clase de matriz oligarca y el clientelismo corporativo más vergonzante. ¿Alguien podría imaginar en México país de revoluciones sociales un presidente extraído de la lucha obrera como en Brasil? Desde luego que no. Aquí se usa a los líderes charros, pero se desprecia a los sindicalistas, a pesar del 123 constitucional o de la herencia libertaria de nuestra historia.
Hoy, como ayer, la presidencia decreta la muerte de un sindicato, repudiando la ley, la solidaridad más elemental, pero también la democracia. En vez de reconocer nuevos derechos sociales y ciudadanos ampliando el horizonte de las libertades publicas e individuales, los recorta, ofreciendo de trasmano el dogma liberal como translación mecánica de su visión del mercado, donde domina el más fuerte, se irrespeta a las minorías, se desvanece el laicismo y, al final, los de arriba resultan «mas iguales» que el resto de los ciudadanos.
El gobierno panista quiere hacer las reformas «que faltan» sin importar los costos. Por eso refuerza las redes corporativas, la ilusión de que una minoría puede, usando los medios adecuados de persuasión, controlar los riesgos, siempre y cuando pueda darle «compensaciones» (en especie) a las masas irredentas, sujetas a la pobreza extrema, sin necesidad de liberar el juego de los factores de la producción en el mundo del trabajo asalariado.
En esta democracia de los privilegios se gobierna para el «partido de los hartos», para aquellos a los que la política «les sobra», pues creen que les basta con la iniciativa empresarial, el individualismo, la moral religiosa y la autoayuda. Son los que sueñan en una sociedad «democrática» sin «clase politica» y sin partidos, formada por ciudadanos puros donde la diversidad por definición es sospechosa y queda excluida, aunque para sostener la unidad nacional el país se erice de bayonetas, prestas a hacer cumplir la ley allí donde se cuestionen el pensamiento único o los intereses particulares.