Rolando Cordera Campos
La Jornada
26/07/2015
A manera de introducción. Entre las grandes cuestiones teóricas planteadas a las ciencias sociales desde sus primeros años como disciplinas más o menos formales, así como en los debates políticos que acompañaron a la revolución industrial y la afirmación del capitalismo a fines del siglo XVIII y todo lo largo del XIX, está la que se refiere a la relación entre democracia e igualdad, o entre justicia social y régimen democrático. No en balde Adam Smith, al descubrir el enorme continente humano y teórico que emergía a sus ojos y que se resumiría con el término economía política, mantuvo hasta el final a su Teoría de los sentimientos morales como la referencia fundamental de sus elaboraciones históricas y analíticas sobre los nuevos mundos que irrumpían en la aparente estabilidad del viejo orden.
En el fondo, pero de forma cada vez más estridente, la presente crisis global vuelve a plantearnos esos y otros dilemas clásicos, que nos remiten a los límites que a la democracia le impone la reproducción del capitalismo. También, obligan a discutir, como se hizo durante la Gran Depresión de los años treinta y los lustros que marcaron la segunda posguerra, sobre las capacidades que puedan desplegar las sociedades y los estados, a través de la democracia, para remover las restricciones estructurales a las promesas de igualdad bienestar para todos que desde siempre han acompañado al discurso democrático.
No se trata de promesas incumplibles sino de diques culturales y de poder que pueden superarse o modularse, como se las arreglaron para hacerlo los estados de bienestar surgidos de aquellas tragedias. Desde el subdesarrollo, en pos de una modernidad no siempre bien entendida, en nuestras latitudes se han gestado propósitos parecidos, con la Revolución en México, o el justicialismo y hasta el populismo en el cono sur; la Unidad Popular del presidente Allende y ahora los gobiernos de izquierda que buscan un lugar en los nuevos mundos de una globalidad en crisis.
En esta perspectiva no es artificial reclamar una agenda de recuperación y superación de la crisis actual que contemple la necesidad y conveniencia de, a través de la política y desde la democracia, enfrentar, atenuar o superar, según las diversas inspiraciones ideológicas o doctrinarias, la exacerbación de la desigualdad que trajo consigo el vuelco de la revolución de los ricos y que hoy se ha registrado como hecho central de los debates sobre la propia crisis y la construcción de trayectos de recuperación económica y social alternativos a los imperantes. Estos trayectos que, en realidad, habría que nombrar proyectos, tendrían que contemplar modos distintos a los convencionales para realizar los inevitables ajustes en las cuentas fiscales y monetarias, atendiendo a criterios de equidad y a restricciones políticas dirigidas a evitar ahondar la desigualdad o el agravamiento del desempleo que viven hoy regiones enteras del planeta. Por algo así clama la vieja Europa y ha buscado poner su firma en la historia el presidente Obama.
Sin entrar en los detalles de las divergencias analíticas y discursivas en esta materia, sin duda importantes para dar a la polémica política mayor profundidad y trascendencia, lo cierto es que la tensión entre la desigualdad, la democracia, la justicia y el capitalismo, ha adquirido una enorme actualidad teórica y analítica, así como pertinencia política. Estas tensiones han dejado de ser regionales, propias de las áreas emergentes o subdesarrolladas, por ejemplo, o atribuibles a una u otra escuela de pensamiento y, por tanto, susceptibles de ser pospuestas en las agendas de investigación y acción del presente.
De forma cada vez más plástica y evidente estos temas, con las disonancias que siempre los acompañan, reclaman una centralidad que la euforia globalista de fin de siglo y principios del actual se había empeñado en negarles. Se buscó, en efecto, convertirlos en asuntos supuestamente periclitados, arcanos, gracias a las nuevas realidades prometidas por el despliegue del mercado mundial unificado, el fin de la guerra fría o el surgimiento de una nueva economía, libre de oscilaciones extremas y susceptible por sus nuevas configuraciones de ser comprendida y, por tanto, gestionada a partir de unos cuantos teoremas de alcance universal.