Rolando Cordera Campos
La Jornada
02/08/2015
Las seguridades y certezas del globalismo de fin de siglo fueron puestas en cuestión por la tormenta financiera de 2007 y 2008 y su secuela de recesión y desempleo masivo. Hoy, su fragilidad es insoslayable, y obliga a revisar el contenido, la calidad y la consistencia de nuestros debates académicos y proyectos político-ideológicos. También, a retomar el cuestionamiento, hecho al calor de la implosión de 2008 y 2009, de nuestras maneras establecidas –generalmente aceptadas y en mucho celebradas– de pensar y enseñar la economía política y el resto de las disciplinas sociales, con el fin no sólo de entender mejor el mundo agreste y hostil de nuestros días, sino de dar robustez a la formulación de estrategias y políticas alternativas no sólo para la recuperación económica que urge desatar, sino para imaginar un más allá de la crisis que no sea la mera repetición de lo que existía antes.
Para México habría que proponer, de entrada, que la desigualdad y la pobreza, por su magnitud y duración, así como por sus implicaciones sobre el conjunto de la sociedad y su economía política, constituyen un reto mayor a la eficacia y validez de las categorías y los criterios predominantes en la academia, la política y la opinión pública, para entender y evaluar nuestro desarrollo y sus significados históricos y sociales. Se trata de un recordatorio machacón de que algunas de nuestras lacras ancestrales, resumidas en la desigualdad profunda de la sociedad, siguen con nosotros.
Más aún si admitimos que, en el fondo, éste es un tema sistemáticamente excluido, o minimizado, de la agenda histórica nacional; puesto fuera del radar del locus por excelencia de las políticas económica y social normales, integrado por las leyes impositivas, sus reformas, así como el tamaño, dinámica y composición de los gastos del Estado incluidos en el Presupuesto de Egresos de la Federación que los diputados revisan y aprueban cada año.
En el estudio de la forma y el contenido de la discusión y aprobación de las leyes económicas fundamentales, que tienen que ver con los impuestos y los gastos del Estado, podremos encontrar una primera prueba fehaciente –un argumento prima facie, dirían los juristas– de que la democracia mexicana registra un alto grado de insensibilidad ante la injusticia social y la desigualdad. Tal vez aquí radique una primera explicación del bajo rango que en estas arenas del discurso público también tiene la pobreza y su superación.
Veremos cómo, más pronto que tarde, se buscará poner a los hallazgos recientes del Coneval sobre la evolución de la pobreza y la permanencia de la desigualdad bajo la dictadura de la banalización, para ser soterrados por la trivialidad legislativa. Todo se habrá consumado en noviembre, cuando los diputados lleguen a la hora de la verdad de aprobarle al gobierno un presupuesto exiguo, que poco o nada tiene que ver con las escandalosas cifras sobre nuestra cuestión social dadas a conocer recientemente por el Consejo, basado en la Encuesta de Ingreso y Gasto de los Hogares levantada por Inegi. Se reiterará entonces la peor de nuestras perspectivas actuales: la de un Estado exangüe, como lo llamara recientemente Diego Valadés, renuente a encabezar la gran tarea del desarrollo con igualdad que reclama la situación actual.
Estamos de cara a un rasgo fundacional de nuestra convivencia como sociedad nacional, como lo advertía el Barón de Humboldt en 1803 para la Nueva España al designarla el reino de la desigualdad. Al repetirse a lo largo de nuestra evolución política, este rasgo original ha devenido una faceta estructural que condiciona o determina todas las otras relaciones que conforman la trama de nuestra constitución política y social.
Hoy, en medio de una crisis epocal, pero también en el difícil estreno de una democracia que parece perdida en su laberinto, es imprescindible empeñarnos en poner a la desigualdad en el centro de nuestras deliberaciones políticas y dilemas éticos y morales. Si democracia es deliberación, como propone Raúl Trejo, podríamos insistir que deliberación tiene que ver con desigualdad si de democracia y justicia queremos hablar.
Quizá por venir de tan lejos en nuestra historia, se ha impuesto en México una especie de aceptación inercial de la desigualdad, como si se tratara de una parte de nuestro paisaje; como si, en obediencia a un perverso designio, nos hubiéramos acostumbrado como sociedad a vivir con y entre ella. De aquí que tengamos que reiterar, a casi cuatro décadas del reconocimiento oficial de la marginación y la pobreza como deudas históricas de la nación y de su Estado (JLP, 1976) que, tanto la pobreza como la desigualdad, hoy sean nota pero no noticia. Mucho menos compromiso.
Los libros sobre la mesa
En estos días, la ya rica colección Grandes problemas que editan El Colegio de México y la Universidad Nacional Autónoma de México, puso en circulación un nuevo libro de Jaime Ros, profesor de la Facultad de Economía, ¿Cómo salir de la trampa del lento crecimiento y alta desigualdad?, que es la continuación robusta de su entrega anterior Algunas tesis equivocadas sobre el estancamiento económico de México, también publicada por el Colmex y la UNAM. Este nuevo librito, como suele llamarles su autor, se dedica a proponer salidas y acciones de política con base en la sólida e ilustrada argumentación empírica y conceptual que acompañan a Ros desde hace tiempo. Debe ser la base para profundizar la deliberación nacional sobre una economía con poca o nula eficacia social y una política insensible a las señales profundas, a la vez que estridentes, que emanan de un subsuelo que abarca a más de la población.