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El debate público

La disputa por la democracia

Jorge Javier Romero

Sin Embargo

10/11/2022

Ayer se conmemoraron 33 años de la caída del muro de Berlín, momento clave en el desmantelamiento de los regímenes comunistas de Europa, utopías igualitarias devenidas en pesadillas totalitarias. Pareció entonces que, al menos en el mundo desarrollado, la democracia –entendida como un régimen de libertades y derechos, con mayorías temporales y mutables, y con garantías para las minorías– había triunfado de manera permanente. Es ya un tópico la referencia al fin de la historia como una fantasía ingenua, pero a finales del siglo pasado, la esperanza de una era de prosperidad sin totalitarismos ni autoritarismos se abría paso entre las sociedades de la época.

Pasó poco tiempo, apenas una década, para que el optimismo se disolviera en el aire fétido del fundamentalismo, el terrorismo y la guerra revanchista. Después vino la gran crisis económica que despertó nuevamente los espíritus más oscuros del nacionalismo, la xenofobia y el rencor alimentado por la desigualdad y el abuso. La quimera de la prosperidad con derechos produjo los monstruos populistas de nuestros días, todos ellos reivindicadores de las mayorías que claman justicia frente a los agravios de minorías. 

Tanto desde lo que tradicionalmente se ha considerado derecha, como desde posiciones pretendidas de izquierda, han surgido movimientos y líderes que se reivindican como los auténticos representantes del pueblo, comunidad imaginaria donde radican todas las virtudes, el que tiene el derecho legítimo para ejercer el Kratos, contra los enemigos de sus esencias básicas. 

Pueden ser los migrantes pobres que invaden cual bárbaros para acabar con el estilo de vida puro y los valores tradicionales o bien pueden ser las elites depredadoras que oprimen a los más pobres: uno u otro extremo pueden servir para lanzarse contra las elites políticas que impiden la auténtica democracia, directa, sin intermediaciones, encabezada por un caudillo carismático, el representante auténtico de la voluntad general, el pueblo mismo encarnado, frente a los representantes espurios de los intereses particulares. 

A diferencia de los movimientos antiliberales de la primera mitad del siglo XX, que abiertamente rechazaban la democracia, los nuevos caudillos se pretenden los auténticos demócratas y buscan legitimarse a través del voto, pero no conciben a sus mayorías como temporales y cambiantes, sino como inmanentes, producto de la unicidad del pueblo concebido como ente inmutable. Rechazan, así, toda visión que cuestione su representatividad permanente. No buscan elecciones definidas por la deliberación, la crítica permanente y el debate, sino ratificaciones plebiscitarias. Su triunfo inicial lo consideran la conquista de una hegemonía permanente y toda votación posterior no puede ser otra cosa que la constatación de su justeza. De ahí que se consideran a sí mismos regímenes que reorientan hacia el lado correcto el sentido de la historia.

Como su justificación es que son el pueblo mismo, no pueden concebir su derrota en las elecciones: sólo con fraudes y malas artes pueden quedar en minoría. Por ello, necesitan controlar las elecciones; no pueden dejar margen a la incertidumbre institucionalizada a la que se refiere Adam Przeworski como característica esencial de los regímenes pluralistas. Solo ellos son el pueblo, sólo su caudillo puede representar la justicia, pues la derrota sería prueba de su impostura. 

De ahí que este tipo de movimientos, surgidos de la democracia representativa, tiendan a deformarla y puedan, como ha ocurrido en Venezuela, acabar liquidándola. Los rasgos de la deformación comienzan con la liquidación de los contrapesos institucionales al poder justo del líder, el clamor en contra de todo cuerpo contramayoritario, por elitista y antidemocrático. El paso esencial, sin embargo, es el control de la organización de las elecciones: no tanto de los votos sino de cómo estos se cuentan.

Esa es la ruta que ha tomado el Gobierno de López Obrador. Su iniciativa de Reforma Electoral tiene todas las características de un golpe contra la democracia disfrazado de democracia auténtica, directa, antielitista. En sus pretensiones mayoritarias radica, precisamente, su carácter antidemocrático. Tiene todas las características de ese oxímoron llamado democracia iliberal, el nuevo mote de las tiranías de las mayorías prefiguradas de una vez y para siempre.

Por eso creo que es importante la movilización del próximo domingo: una manifestación de desiguales, de personas con credos y aspiraciones distintas, contradictorias, confrontadas, pero que coinciden en reivindicar la competencia de la pluralidad y los derechos de las minorías como parte sustancial del orden constitucional, paraguas común de convivencia razonable, siempre perfectible, nunca acabada ni perfecta.