Rolando Cordera Campos
El Financiero
27/02/2020
Debería ser evidente: sin Estado no hay promoción de la inversión ni ampliación de espacios de negocio y oportunidad, tampoco aspiración al desarrollo. Idea, la del desarrollo, que entre nosotros tampoco ha acabado de naturalizarse como un proceso de transformación de estructuras y formas de producir, de cambio social y de participación social efectiva y duradera. De ahí que en los últimos tiempos, que arrancaron después de las décadas perdidas de fines del siglo XX, la ONU y la CEPAL insistan en que el desarrollo es expansión de derechos y afirmación de ciudadanía.
Equidad, desarrollo y ciudadanía fue la tríada que Naciones Unidas propuso al despuntar el presente siglo, como pauta maestra para salir del hoyo recesivo a que nos llevó la crisis de la deuda y el consiguiente ajuste ortodoxo para pagarla. Después, al calor de una nueva crisis, esta sí global y a un punto de desencadenarse como otra gran depresión, se impuso la recesión planetaria y desde Santiago de Chile, la Comisión y su secretaria ejecutiva Alicia Bárcenas, proclamaron que había llegado la “hora de la igualdad” para este continente que algunos llaman perdido y otros “Extremo Occidente”.
Partir de otras premisas lleva a conclusiones distintas, pero sin riesgo a equivocación la mayoría de los mexicanos quiere buena ocupación, salarios remuneradores; una vida sin carencias en asuntos fundamentales: salud, alimentación, educación y techo; también, y en estos tiempos con mayor premura, seguridad pública y certeza jurídica. Eso es progreso y si le adjuntamos el sustantivo democracia, tendremos desarrollo.
Empero, poco de esto tienen los adultos que cruzaron la adolescencia en medio del vuelco estructural con el que se buscó implantar una economía abierta y de mercado. Hoy lamentamos los números de la economía que hablan de estancamiento y decaimiento, mientras las “condiciones críticas” de ocupación se tornan más graves y el desempleo abierto sale de su acecho.
Los ingresos más bajos han crecido gracias a una nueva política de salario mínimo reivindicatoria, pero para una sociedad adulta rumbo a la vejez y eminentemente urbana eso es insuficiente. De aquí la insistencia de regresarle al Estado su lugar en el concierto de los esfuerzos para reencauzar un nuevo curso de desarrollo.
Un Estado “desarrollador”, como lo llaman José Romero y otros colegas (Estado desarrollador. Casos exitosos y lecciones para México, México, El Colegio de México, 2019), es indispensable para restablecer la justicia social dañada, pero también para fincar las bases materiales, institucionales y productivas de un nuevo curso. Sin industria no hay marcha que dure y sin innovación es muy poco lo que se puede hacer en un mundo de cambios técnicos imparables.
La Agenda 2030 de la ONU, de nuevo reconocida este miércoles como parte de las responsabilidades mexicanas, no pasará del mero evento protocolario si no se dan los pasos necesarios hacia un Estado robusto en lo fiscal y lo institucional. Seguir dando vueltas a la reforma tributaria necesaria es renunciar a la reforma hacendaria y con ello a la tarea de gobernar.
Para superar la pobreza y abatir la desigualdad, así como para encarar el cambio climático y proteger la naturaleza, no hay más camino que la organización política de la sociedad. Y eso tiene que fincarse, en nuestro caso, en una organización estatal ágil y fiscalmente solvente.
A México le urge un Estado rico para dejar de ser pobres. Desarrollismo y sustentabilidad deben ser vistos como inseparables. Sólo así dejaremos esta lamentable economía política de la pequeñez en que nos metimos.