Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
08/06/2017
La noche del domingo vimos, con pasmo, un desfile de triunfadores. Todos habían ganado, mientras fluían los datos y eran interpretados con la habitual incomprensión para diferenciar entre una encuesta de salida, un conteo rápido y un programa de resultados preliminares. La jornada electoral había transcurrido con normalidad, con las habituales denuncias y con algo más de actuación que de costumbre de la Fiscalía Especializada en Delitos Electorales; las casillas se instalaron, la gente salió a votar, aunque no en la cantidad deseable y, al final, los votos se contaron y llegaron a los centros distritales sin mayores contratiempos. La mecánica comicial funcionó, como lo viene haciendo ya desde hace dos décadas. Y, sin embargo, todo el proceso electoral, en los cuatro estados donde hubo comicios, dejó un mal sabor de boca, además de la cauda de conflictos poselectorales que apenas comienzan.
No ha sido fácil el camino para convertir a los votos de la ciudadanía en el mecanismo plenamente aceptado para definir la representación y los gobiernos en México. Desde la consolidación del primer Estado mexicano, después de la guerra de la intervención francesa, la manera en la que se definieron los cargos que constitucionalmente debían ser electos se basó en la manipulación de los sufragios. Si desde la independencia la precaria e intermitente competencia electoral había sido en realidad la lucha entre las distintas facciones para ver quién podía manipular más los resultados –y, como decía Emilio Rabasa, “(…)si dos o más partidos libres se disputaran el triunfo, no lucharían por obtener los votos de los ciudadanos, sino para imponer los agentes para el fraude, y alcanzaría la victoria el partido que cometiera mayor número de atentados contra las leyes”–, durante la República Restaurada, contra la imagen idílica construida por Cosío Villegas de un paréntesis democrático en la historia mexicana, Juárez institucionalizó la superchería electoral como mecanismo para garantizar la elecciones de gobernadores y legisladores adeptos.
El Porfiriato perfeccionó la simulación electoral con la aparición de los candidatos oficiales, seguros ganadores de las contiendas comiciales. El régimen del PRI consolidó la institucionalización de la ficción democrática con la existencia de un sistema de opositores leales que participaban sin ninguna aspiración a ganar, en unos comicios donde solo votaban las clientelas leales de las organizaciones corporativas y los burócratas.
La manipulación electoral generó una trayectoria institucional, pero con la ruptura del monopolio del PRI a partir de la década de 1980, las elecciones ficticias se convirtieron cada vez más en escenarios de conflicto, lo que condujo a una serie de reformas graduales para procurar hacer más certero el acopio y el conteo de votos y se desarrolló un abigarrado conjunto de reglas para evitar la alteración de los resultados. Dos décadas después del pacto político que creó lo sustancial del actual sistema electoral se puede decir que en México ya no hay fraude electoral en las casillas y que los resultados reflejan la voluntad de los ciudadanos que asisten a ellas.
Sin embargo, estamos muy lejos de tener un arreglo de competencia electoral con juego limpio. La larga trayectoria institucional de manipulación hace que, por una parte, la sociedad siga sin creer que los comicios sean de verdad limpios, mientras que los políticos siguen echando mano de trampas y estrategias clientelistas para ganar sufragios, en lugar de enfrentar la competencia con base en sus programas, sus propuestas y la personalidad de sus candidatos. La falta de credibilidad también es utilizada por los derrotados para deslegitimar las elecciones y llamarse robados.
En el proceso electoral que culminó con la votación del domingo pasado vimos el despliegue de todos los peores vicios que subsisten en la tradición electoral mexicana. El más ominoso de todos, la compra de votos. Se trata de un mecanismo muy ineficiente para conseguir apoyos, pues es extraordinariamente caro e incierto. El cumplimiento del contrato clientelista es muy difícil de monitorear: no existe garantía alguna de que el receptor de una despensa, unos sacos de cemento o unas láminas efectivamente vote por el partido que le dio la dádiva; también es probable que ese elector de cualquier manera hubiese votado por el partido que le pagó. Sin embargo, todos los partidos mexicanos, en menor o mayor medida, recurren al reparto de dádivas para conseguir apoyos, aunque es el PRI el que ha llevado en los últimos tiempos al extremo esta práctica.
Los partidos intentan comprar votos a pesar de la ineficacia de la estrategia, en primer lugar, porque no saben hacer otra cosa: tradicionalmente en México a los electores solo se les llevaba a la urna a cambio de una dádiva o coaccionándolos. Y también incurren en la práctica porque tienen el dinero para hacerlo; no me refiero a los ingentes recursos públicos que reciben, que son fiscalizables y difícilmente se podrían desviar a ese uso ilícito, sino a las cantidades de dinero ilegal que entran en efectivo a las campañas y respecto a los cuales la autoridad electoral no tiene la capacidad de ejercer control alguno. Baste ver la manera en la que crece la demanda de efectivo durante las campañas en la información que hace pública el Banco de México.
Así, a pesar de su ineficiencia, la estrategia de compra de votos es recurrente y, si bien no está claro que sirva para inclinar una elección, acaba por descomponer todo el clima electoral porque se trata de una práctica ilegal, que les da argumentos a los descontentos con el resultado para impugnar la elección y deslegitimarla, con los enormes costos sociales que ello acarrea. Combatir la compra de votos es ahora una de las tareas indispensables para darle mayor credibilidad social a las elecciones.
Pero el tema más relevante es el del dinero sucio que entra a la competencia y que las autoridades parecen no ver, a pesar de las evidencias existentes. Se supone que el financiamiento público tiene por objeto que no sean los intereses económicos los que dominen la competencia política y que la prohibición de compra de espacios en radio y televisión es una manera de reducir la demanda de recursos por parte de los partidos. Pero sin duda algo del modelo no ha funcionado, pues elección tras elección vemos cómo se inundan las campañas de recursos sospechosos, la demanda de efectivo se dispara y los operadores políticos viven épocas de vacas gordas con los bolsillos llenos.
Mucho se ha criticado al INE por dejar pasar estas prácticas. Empero, creo que la crítica yerra en su objetivo. El INE es el encargado de la logística de la elección y se le han dado atribuciones, como las de los procedimientos especiales sancionadores, que no le deberían corresponder. Sin duda que habrá omisiones de la autoridad electoral, sobre todo de los organismos locales, pero en lo que toca a las ilegalidades abiertas en los comicios, el organismo realmente omiso es una Fiscalía Especializada en Delitos Electorales que ha demostrado ser una entelequia. La falta de procuración de justicia electoral es una prueba más de la necesidad de contar con una fiscalía genera autónoma y no politizada, que no sea un mero adorno. Si la ilegalidad sigue imponiéndose en los procesos electorales, nuestra incipiente democracia estará condenada.