Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
12/07/2018
El diferendo entre el candidato triunfante en la elección presidencial (aún no es presidente electo, pues solo lo será cuando el Tribunal Electoral califique el proceso) y un grupo de activistas y organizaciones de la sociedad civil integrantes del colectivo #Fiscalíaquesirva, respecto al tema de la autonomía de la propia fiscalía y el nombramiento del fiscal, ha estado plagado de malos entendidos y ha derivado en descalificaciones genéricas del propósito, los intereses y los fines de la sociedad civil organizada de manera no partidista.
Creo que es necesario aclarar con sencillez los términos de la discusión, porque, según entiendo, un objetivo compartido por la abrumadora mayoría de la sociedad mexicana es acabar con la impunidad y la ineficacia aplastante del sistema de justicia. Se trata de un tema que debería estar por encima de la medida del éxito o el fracaso de cualquier gobierno en concreto: es una tarea fundamental del Estado que, de suyo, no debería tener orientación partidista. La procuración de justicia, para ser verdaderamente imparcial, debe estar lo menos politizada posible.
A continuación, trataré de resumir lo que, desde mi punto de vista, está a discusión:
-La Procuraduría General de la República, lo mismo que sus homólogas locales, ha sido tradicionalmente un cuerpo mal capacitado, corrompido, especializado en la venta de protecciones particulares y en la negociación de la obediencia de la ley. Los procuradores han estado siempre al servicio del presidente en turno y han usado su cargo para perseguir a los enemigos políticos, mientras mostraban enorme condescendencia respecto a los delitos patrimoniales de los aliados o cercanos al presidente y solo perseguían con ahínco los delitos cuya aclaración producía réditos políticos a su jefe o cuando había gran escándalo en la opinión pública.
-La PGR ha sido protagonista frecuente de escándalos y excesos ¿no recuerdan al fiscal Chapa Bezanilla, en los tiempos en los que Antonio Lozano era el procurador general de Zedillo, armando el caso contra Raúl Salinas de Gortari con la ayuda de brujas videntes? Y ese solo es un ejemplo especialmente escandaloso. Sin duda ha habido procuradores honrados y preocupados por cumplir con su tarea, pero se han enfrentado a dos problemas: uno, el tremendo descrédito del cuerpo, por lo que incluso investigaciones bien hechas, como la que encabezó Jorge Carpizo cuando el asesinato del cardenal Posadas Ocampo, han carecido de credibilidad; dos, los intereses creados dentro de la propia procuraduría, sus redes de corrupción interna y su ineficacia técnica. He escuchado el testimonio de varios ex procuradores que afirman que lo que existe es irreformable.
-La reforma constitucional de 2014 –resultado del Pacto por México, que unió en una gran coalición a los ahora derrotados en la elección PRI, PAN y PRD–, creó una Fiscalía General como órgano constitucional autónomo, pero encerró al diablo en los detalles, pues en los transitorios de la reforma al artículo 102 constitucional estableció dos condiciones que, de entrar en vigor, llevarían a que la autonomía no fuera más que cosmética, como ha ocurrido en buena parte de los estados donde las procuradurías no han hecho sino cambiar de nombre. La primera condición de los transitorios –desde mi perspectiva la más relevante– es que al crearse la nueva fiscalía todos los recursos y el personal de la actual PGR se trasladarían al nuevo órgano. La segunda –plan con maña– es que la persona que en el momento de entrar en vigor la ley orgánica de la fiscalía fuere titular de la procuraduría periclitada se convertiría de manera inmediata en el nuevo fiscal por un período de nueve años.
-El proyecto de ley orgánica de la nueva fiscalía, ya aprobado por la cámara de diputados, se encuentra pendiente en la cámara de senadores; fue elaborado por Mariana Benítez, bajo el influjo del entonces procurador Jesús Murillo Karam –sí, el de la verdad histórica sobre Ayotzinapa– y está diseñado de manera lampedusiana, pues la intención de Murillo, quien se veía como fiscal inamovible transexenal, era que lo que se perdía de control político por la autonomía constitucional se recuperara por la vía del diseño del órgano. Lo que siguió es historia conocida y la minuta de los diputados se atoró en el Senado.
-Hay, entonces, dos asuntos que deben ser resueltos antes de nombrar fiscal: el diseño de la fiscalía, para que no sea un mero trasunto de la PGR, ineficaz, corrupta, politizada y sin credibilidad, y el mecanismo de nombramiento del fiscal, para que tenga legitimidad más allá de este gobierno y la reforma se institucionalice.
Lo que está en juego es materia de diseño estatal para el largo plazo. No es un asunto limitado a las capacidades o a las circunstancias del presidente López Obrador. Es un tema de reforma institucional de gran calado y López Obrador tiene la oportunidad de dejar su huella en la construcción de una democracia constitucional legítima. No hay razón alguna para que no acepte encabezar la creación de un diseño profesional y un mecanismo de designación que incluya algún tipo de evaluación externa. Hoy López Obrador tiene la fuerza política y parlamentaria para legitimar el nombramiento de cualquier fiscal; sin embargo, ese fiscal tendrá mayor fuerza y eficacia si no tiene el estigma de ser el nombrado por López Obrador con base en unas reglas de dudosa calidad y legitimidad y si no tiene que lidiar con una estructura corrompida e ineficaz.
Lo ideal sería que la fiscalía tuviera un estatuto equivalente al de las fuerzas armadas, donde el presidente nombra a los jefes y mandos con la aprobación del Senado, pero solo puede elegir entre quienes forman parte del servicio. Así debería ocurrir en muchos de los cuerpos de la administración; pero como no existe en México una tradición de servicio público profesional, entonces cualquier espacio es concebido como parte del botín a repartir entre los ganadores. La oportunidad de cambio está en usar la mayoría para construir reglas del juego que puedan funcionar incluso cuando los que las hicieron se encuentren en minoría.
Por último, mezclado con la discusión sustancial, está el tema del papel de la sociedad civil. En ese gran conjunto caben todas las expresiones de intentos de creación de agenda más allá de los partidos con cargos de representación y de poder. Es evidente que ahí caben diferentes grupos de interés, muchos de ellos con financiamiento de fundaciones u organizaciones con claro sesgo particularista, empresarial, pero también existe organizaciones de voluntarios, auténticas empresas filantrópicas y grupos de buena fe. Nadie en su sano juicio pretende que las organizaciones de la sociedad civil legislen, ni asume que tengan representación en el sentido que la tienen los cargos electos. Pero son fundamentales para reducir las asimetrías de información entre representantes y representados y para obligar a contrastar las ofertas con los resultados.
Como entre los políticos y entre la sociedad, entre las OSC hay de todo y, mientras persigan fines lícitos, se vale que se impulsen las ideas más variadas. Es muy sano que en una democracia haya grupos que se dediquen a pensar en los problemas públicos y es muy bueno que esa reflexión sea financiada no solo por el Estado, sino también por los privados. Nadie niega que eso implique un intento por hacer avanzar los propios intereses. Los partidos no deben tener el monopolio del proceso de fijación de la agenda pública, sobre todo porque ya tienen el monopolio de la decisión en última instancia.