Fuente: El Universal
Ricardo Raphael
Va terminando uno de los años más desagradables que los mexicanos vivos hayamos visto transcurrir. 2008 será difícil de olvidar. La violencia que sólo ha sabido crecer, la expectativa de una crisis económica que se anuncia devastadora y la percepción de un Estado incapacitado para reducir las incertidumbres, son hechos que nos arrojan a una tenaz condición angustiosa.
Hay sin duda sucesos abundantes para vivirse con alarma. Baste hojear las primeras planas de los diarios, recorrer las revistas que hacen análisis o escuchar al locutor radiofónico de nuestras preferencias matutinas, para ratificar la percepción de que, en efecto, estamos viviendo lo peor.
Escasea la información que sirva para mutar el estado de ánimo. Espiritualmente nos ronda lo desastroso, lo lúgubre, lo sombrío. El pesimismo se nos ha vuelto poderosamente cotidiano. Unos más que otros, quizá, pero todos andamos en la creencia de que lo más temible está por venir.
Sin que hayamos tomado conciencia de cómo ocurrió, este año en México se instaló el culto por los aspectos más desfavorables de nuestra existencia social. La inteligencia colectiva ha quedado atrapada por el énfasis hacia lo negativo, hacia el más infame de los posibles puntos de vista.
Confieso: si me pongo a escoger entre lo horrendo y lo valioso atiendo más enérgicamente a lo primero y menosprecio lo segundo. Me llaman más la atención las ejecuciones en Ciudad Juárez, los abominables secuestros y asesinatos, la traición de militares y mandos policiales, el ingreso abultado de los jóvenes al narcotráfico, los despidos masivos en las armadoras de automóviles o la mezquindad de los señores diputados cuando, en tiempos de crisis, se regalan fastuosos aguinaldos.
En cambio, mis neuronas a penas si se detienen a trabajar cuando topan con hechos o con vidas que contrastan por su luminosidad. Casi nada sé del general que llamó al Presidente de la República para decirle que seguiría enfrentando al crimen organizado en la zona militar bajo su responsabilidad, al día siguiente de que las mafias secuestraran y asesinaran a su hijo.
He puesto también mucha atención en los reclamos que personalidades como Alejandro Martí o Nelson Vargas han levantado en contra del gobierno, sin mirar apenas el mecanismo íntimo que llevó a que estos mismos hombres se decidieran a trocar el horror de su personal tragedia, en energía rigurosa para la transformación de su espacio público.
Aún si secretamente albergo el deseo de ver partir las cosas más desagradables de esta historia, yo también practico la devoción hacia la catástrofe. Poco sé, y asumo que pocos sabemos, sobre las pequeñas vidas que todos los días se empeñan en combatir al México corrupto, al México mafioso, al México complaciente con la impunidad.
Hoy contamos con muy poca información y nulo material sobre lo bueno que todavía le ocurre al país. ¿Dónde están esas otras historias que sí son ejemplares? ¿Dónde esas expresiones de la ética y la vida buena que igualmente suceden en las casas, los barrios, los poderes públicos, las letras o las ciencias? Frente a la fatalidad, ahora nos hacen más falta que nunca como referente al cual asirnos.
No habría de tomarse como cursilería o como ingenuidad el deseo por combatir la exaltación de lo pésimo. Se trata en realidad de una poderosa pulsión por la sobrevivencia que los seres humanos incluidos los mexicanos llevamos como dispositivo interno, y que de vez en vez deberíamos sacar a pasear.
En tiempos de abundancia y seguridades, el pesimismo es una actitud social tolerable porque mueve al cuestionamiento y la autocrítica. Pero en momentos de alta gravedad, como los que ahora padecemos, el culto hacia lo pésimo es una imperdonable frivolidad.
Analista político