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El debate público

La fuga y la fortaleza ficticia del Estado

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin embargo

16/07/2015

La fuga de “El Chapo” ha desatado todo tipo de especulaciones y conjeturas entre los opinadores nacionales. No han faltado quienes han querido ver el hecho como una jugada estratégica del gobierno para influir en la correlación de fuerzas en la guerra entre los carteles, como si en efecto en México existiera un poder centralizado en el gobierno federal y la fuerza del Presidente de la República fuera en realidad omnímoda, como antaño se presumía. Para mi que el escape, con todo el despliegue de capacidad operativa y tecnológica que han mostrado sus perpetradores, ha sido un tremendo batacazo para este gobierno y muestra la profunda debilidad de un Estado incapaz de completar su transición de un orden social de acceso limitado a un arreglo donde exista un orden jurídico aplicado de manera impersonal y neutra por igual a todos los actores sociales. “El Chapo” se fugó porque pudo comprar sus desobediencia de la ley a los agentes encargados de mantenerlo en prisión. Su huida no ha sido más que un episodio notable de una historia muy conocida, en un país donde la corrupción es una de las más baratas del mundo.

Durante décadas, nos contaron el cuento de que el Estado mexicano era fuerte. Son cientos los trabajos que han definido al régimen mexicano de la época clásica del PRI como autoritario: un arreglo político con una presidencia todopoderosa capaz de imponer su voluntad sobre todo el orden social. En esa visión mitológica del Estado mexicano, lo que no ocurría en el país era por falta de voluntad presidencial, pues el señor del gran poder tenía la fuerza y los recursos para desfacer cualquier entuerto o para realizar cualquier proeza.

En la realidad, el Estado mexicano ha sido históricamente débil. De hecho, más que una organización capaz de ejercer un auténtico monopolio de la violencia, lo que ha operado en México ha sido una coalición de fuerzas que, en pactos sucesivos, establecieron las reglas para respetarse mutuamente sus privilegios y delimitar sus parcelas de rentas estatales, sus derechos de propiedad y su acceso a recursos. A partir del pacto fundacional de 1929, la coalición sufrió reacomodos y ampliaciones hasta alcanzar en 1946 su forma más estable. Las redes de poder local, las organizaciones corporativas y los empresarios protegidos crearon incentivos creíbles para cooperar en lugar de pelear entre ellas, pues la violencia hubiera reducido sus rentas. El sistema económico se desarrolló para producir las rentas que aseguraran el orden político. El Presidente de la República era poderosos porque su arbitraje final de las disputas era incontestado, lo que le brindó estabilidad al arreglo.

Más que autoritario, el Estado mexicano ha sido arbitrario. Las protecciones estatales se han distribuido entre las clientelas de los distintos grupos integrantes de la coalición de poder. Para resolver su problema de agencia, el poder central otorgó autonomía relativa a sus burócratas y sus fuerzas del orden para negociar la obediencia de la ley por parte de los actores concretos. Desde el policía de tránsito de la esquina, el agente del ministerio público, o el inspector de salubridad y el delegado de medio ambiente, hasta los jueces y magistrados, los secretarios de economía o de hacienda, los jefes de zona militar, los alcaldes o los gobernadores, cada representante del Estado ha gozado de capacidad de negociación para vender su protección en su ámbito de poder, para extender privilegios o extorsionar de acuerdo a los recursos económicos o políticos de cada persona o grupo.

La incipiente democracia, como no ha sido acompañada de la construcción de un sistema impersonal de reglas aplicado de manera neutra por una burocracia profesional, lo que ha producido es una fractura en los mecanismos de coordinación entre las elites que habían servido para limitar la violencia y para garantizar la disciplina de los incluidos en la coalición estatal. Con la ruptura del monopolio del PRI y el aumento de la competencia electoral, el grado de autonomía de los agentes formales del Estado aumentó y los niveles de depredación crecieron en la medida en la que se modificó el horizonte temporal de quienes ejercen el poder. La permanencia del PRI y la renovación sexenal de su fuerza era una garantía de largo plazo en las expectativas de quienes detentaban una parcela estatal. Hoy, en cambio, un triunfo electoral puede ser una oportunidad irrepetible, por lo que se debe aprovechar al máximo la posibilidad de extraer rentas públicas.

Que “El Chapo” se haya podido escapar de la prisión supuestamente más segura del país es muestra de la autonomía de los agentes estatales para negociar de manera privada el ejercicio de su autoridad. ¿De verdad a alguien sorprende, además de al gobierno federal, que en un país donde se puede evitar una multa de tráfico con 20 pesos y dos cigarros, el más poderoso de los narcotraficantes haya podido comprar a los custodios y a las autoridades de la cárcel en la que estaba preso?

El ridículo en el que han quedado el presidente, el secretario de Gobernación y el comisionado nacional de seguridad sólo es una muestra de que el pretendidamente fuerte Estado mexicano no es más que una escenografía de cartón piedra, que en cada esquina muestra la carcoma que lo corroe desde dentro. Lo que estamos presenciando es una nueva manifestación de una profunda crisis de la manera en la que históricamente se ha ejercido el poder en México, la cual hace años que ha dejado de ser eficaz como mecanismo para controlar la violencia y que por todos lados hace agua. El Estado mexicano construido en el siglo XX ya es inservible; no será un nuevo pacto distributivo de rentas el que logrará la reconstrucción, sino un nuevo arreglo que, por fin, conduzca a un régimen impersonal donde el orden jurídico sea el marco real de la reglas del intercambio social y no un mero referente para la negociación de protecciones particulares para el mejor postor.