Jorge Javier Romero Vadillo
Sin Embargo
13/08/2020
La llegada de Emilio Lozoya a México y la manera en la que la Fiscalía General de la República ha manejado el caso son una muestra de que nada ha cambiado en lo que toca al combate de la corrupción en México. Una vez más, lo que vemos es un caso ejemplar que se usa como supuesta muestra de que ahora sí se va a perseguir a los corruptos, al tiempo que sirve de instrumento de revancha política.
No digo que no se deba procesar a Lozoya y a todos los implicados en el caso Oderbrecht. Sin embargo, que creo solo se está usando la detención de Lozoya y sus declaraciones –que implican a sus otrora compañeros de campaña y, seguramente, cómplices– para simular con base en la pesca de peces gordos un combate a la corrupción que ni es sistemático, ni es imparcial, ni ataca las causas del fenómeno en México, las cuales son institucionales, por lo que forman parte de las reglas del juego del arreglo político mexicano desde la fundación del Estado.
El trato dado a Lozoya y todo el manejo mediático de su extradición y sus declaraciones hacen sospechar que el Fiscal, lejos de ser autónomo, está dosificando el asunto para beneficiar al partido del Presidente de la República en los comicios del próximo año y que irá administrando el proceso de manera que sirva de antídoto a la caída del apoyo a Moronea y a López Obrador como resultado de las múltiples crisis en las que está sumido el país, sobre todo la económica, que seguramente se dejará sentir con crudeza en unos meses y golpeará las expectativas electorales de la coalición de poder.
Nada nuevo hay en la gestión del escándalo. Desde que tengo memoria detallada de la política mexicana, cada sexenio han sido destapados grandes casos de corrupción que han llevado al encarcelamiento de otrora poderosos funcionarios y han sido presentados como el punto final de la impunidad para el latrocinio y la depredación endémicos en el ámbito público.
La percepción generalizada sobre la corrupción de la Presidencia de Luis Echeverría fue enfrentada por su sucesor con el encarcelamiento de conspicuos personajes del Gobierno anterior. Eugenio Méndez Docurro, Secretario de Comunicaciones y Transportes durante todo el sexenio de Echeverría, prestigioso ingeniero que antes había sido director del Politécnico, fue encarcelado, acusado de corrupción; también Félix Barra García, Secretario de la Reforma Agraria durante el último año de aquel Gobierno, pasó por chirona, lo mismo que otros funcionarios de menor rango, como Alfredo Ríos Camarena, sobre el que cayó toda la fuerza de la justicia simulada por el fraude con el Fideicomiso Bahía de Banderas, mientras su jefe, Augusto Gómez Villanueva, Secretario de la Reforma Agraria desde la fundación de la dependencia, se protegía con el fuero de Diputado y, después, se beneficiaba de un exilio dorado como Embajador en Roma.
Si la percepción de corrupción durante el Gobierno de Echeverría fue alta, las sospechas sobre la gestión de José López Portillo fueron mayores, sobre todo por la gran cantidad de recursos que circularon en el país gracias al boom petrolero. El hundimiento de la economía, del que ya nunca nos recuperamos, fue atribuido al latrocinio incontrolado. El “castigo ejemplar” recayó entonces en Jorge Díaz Serrano, Director de Pemex durante la bonanza, quién acabó con sus huesos en el bote después de ser desaforado en el Senado de la República, nada menos. Todo ello durante el sexenio de la renovación moral encabezado por Miguel de la Madrid, que proclamaba entonces el final de la corrupción, con una grandilocuencia similar a la del Presidente actual.
El Gobierno de Salinas de Gortari empezó con la espectacular detención del líder petrolero Joaquín Hernández Galicia, la cual se presentó como prueba de que el nuevo Gobierno iba en serio contra la corrupción corporativa. Zedillo se inauguró con el encarcelamiento de Raúl Salinas, hermano del expresidente. Durante el Gobierno de Vicente Fox se detuvo al Gobernador de Quintana Roo, Mario Villanueva, ahora defendido por López Obrador, pero Felipe Calderón estuvo tan ocupado en su cruzada antinarco que durante su Gobierno no hubo grandes puestas en escena bajo la bandera anticorrupción. Peña Nieto si arrancó con el espectáculo de la aprehensión de Elba Esther Gordillo.
Una y otra vez se han presentado los grandes casos como castigos ejemplares, y una y otra vez el encarcelamiento de los atrapados en investigaciones supuestamente impecables han sido liberados al cambiar el Gobierno, mientras la corrupción sigue operando como siempre, tan campante. Así, queda claro que en México los casos espectaculares de encarcelamientos por corrupción son, en realidad, actos de castigo político o símbolos de ruptura con el antecesor, en manos de una justicia extremadamente politizada.
Nada indica que el caso de Lozoya vaya a ser distinto. Si se llega a encarcelar a Videgaray o a Peña Nieto, será de la misma manera que en los casos anteriores y no servirá de mucho en el desmantelamiento de la corrupción sistémica que caracteriza al Estado mexicano, pues este Gobierno perdió la oportunidad de emprender una reforma a fondo de la procuración de justicia. En lugar de apostar en serio por el cambio sustantivo en la transición de Procuraduría a Fiscalía, López Obrador se empeñó en la simulación de independencia y propició el nombramiento de un valido, Gertz Manero, al frente del cuerpo remozado solo de fachada.
Así, de nuevo se trata de un caso usado con fines políticos, aunque por primera vez se llegare a detener a un expresidente. Nada cambiaría ese hecho en el fondo del arreglo institucional, pues a pesar de sus vociferaciones frecuentes contra la corrupción, este Gobierno no solo no ha emprendido la reforma institucional necesaria, sino que ha dado pasos atrás al congelar lo avanzado con la creación del Sistema Nacional Anticorrupción, de suyo limitado.
Por el contrario, el caso puede servir para justificar la andanada del Fiscal Gertz contra el sistema oral acusatorio. Una investigación mal hecha, que lleve a los jueces a tirar el caso, puede servirle de pretexto para continuar su arremetida contra el incipiente nuevo sistema penal. Eso sí: mientras el Fiscal, el Gobierno y los partidos muestran su populismo punitivo con el aumento de delitos que ameritan prisión preventiva de oficio y desconfían de la presunción de inocencia, a Lozoya lo recibieron en un hospital porque venía malito de la panza y ahora lo vigilan con brazalete electrónico en alguna de sus cómodas viviendas. La justicia en este Gobierno es la de siempre.