Jorge Javier Romero
Sin Embargo
09/02/2023
El Secretario de Gobernación está exhibiendo su pulso de operador rudo, militante leal de la causa presidencial, imitador de los modos del caudillo y acérrimo combatiente contra sus adversarios. Ha asumido su papel de lugarteniente con vehemencia, de seguro con la esperanza de que ello le gane el favor en la encuesta con un solo encuestado que decidirá la candidatura de Morena a finales de este año o, cuando mucho, en las primeras semanas del próximo.
Más allá de lo cansina por vista que está resultando la competencia entre los precandidatos morenistas, versión de comedia de los viejos ritos del tapadismo priista, con la salvedad de que ninguno niega en público sus suspiros por sacarse la grande en la lotería sucesoria y sin la solemnidad casposa de la retórica del PRI –algo bueno debería tener esta farsa–, me sorprende el empeño de López Obrador y su leal escudero en socavar la legitimidad de la autoridad electoral. Resulta absurdo que estén buscando a toda costa que la oposición descalifique, por manipulada, la elección de 2024, como si el gran caudillo buscara ver a sus adversarios, como él los llama, en una situación similar a aquellas en la que él mismo se colocó una y otra vez en todas las elecciones en las que fue candidato y perdió: reclamando elecciones amañadas.
Una conjetura probable es que se trate de un acto pueril de venganza: ustedes me hicieron trampa, ahora yo se las hago. Y para eso quiere debilitar al árbitro, de manera que en caso de elecciones cerradas él pueda imponer a sus candidatos con la manipulación de los votos ahí donde tiene capacidad clientelista, como solía, y suele, hacer el PRI.
Con el objetivo de mantener la Presidencia mayoría legislativa, y el mayor número de gobiernos locales, López Obrador está dispuesto a ser acusado de hacer exactamente aquello de lo que siempre se quejó. Eso parece decir que en realidad está consciente de que la elección en 2024 no será un paseo por la Perspectiva Nevsky, para usar una metáfora que tal vez sea de su gusto, ahora que presume de haber leído a los autores marxistas. Si está tan empeñado en tener el control de las elecciones es porque está dispuesto a hacer un gran fraude, revancha justiciera del que dice haber sufrido en 2006.
En el relato heroico de su gesta, que pretende sea fundacional de un nuevo régimen asociado a su figura, el mito del fraude del 2006 es un hito crucial: perdió porque le hicieron trampa y le echaron montón, pero se repuso, juntó todavía más fieles y logró impedir que le jugaran chueco en 2018 porque su prédica había llegado a todos los que tuvieran orejas para oír.
La lógica de su evangelio implica no reconocer ningún avance democrático antes del triunfo de su asalto al cielo en la tercera que fue la vencida. Nunca le ha concedido valor alguno a los sucesivos pactos políticos que construyeron un sistema electoral consensual. Su leyenda se basa en que ganó precisamente porque logró superar el valladar de las elecciones amañadas, no porque su movimiento se hiciera fuerte precisamente como una maquinaria eficaz para competir con las reglas electorales surgidas durante la transición política de finales del siglo pasado.
Se trata de una leyenda y en realidad ni el PRD ni López Obrador pudieron probar ninguno de los alegatos de fraude en 2006. La elección entonces transcurrió con profesionalismo y sin incidentes ni violencia. Todo el alegato de fraude se basó en patrañas y paparruchas, pero prendió en un sector importante de la ciudadanía, porque la trayectoria histórica de México sí que está marcada por el fraude, pero también por un error estratégico del PAN, que aceptó pactar con el PRI a los consejeros electorales, cuando se dio la renovación del IFE en 2003, de espaldas al PRD, tercera fuerza crucial en el acuerdo de 1996 que había dotado de legitimidad a la elección presidencial de 2000.
Ese fue el pecado original del Consejo General del IFE encabezado por Luis Carlos Ugalde. De nada valió que la mayoría de los consejeros y consejeras fuera absolutamente honorable, ni que la operación electoral la hiciera el servicio profesional electoral, el mismo que había organizado los comicios desde la fundación del IFE con eficacia y neutralidad. El PRD de entonces, articulado en torno al discurso victimista de López Obrador, siempre fue hostil contra ese consejo y, a pesar de que tenía representación y voz en todas las etapas del proceso, sembró de entrada la desconfianza sobre la cual se construyó después el martirologio del que se declararía “Presidente legítimo”.
El berrinche de entonces, evidencia de la incapacidad de López Obrador para lidiar con la verdad y la necesidad de fabulación como base de su estrategia política, hizo que pateara el tablero y desconociera la legalidad con la que había jugado. “Al diablo con sus instituciones”, se convirtió en su grito de Dolores, de ahí que ahora esté empeñado en demoler al organismo que no cedió ante su alegato fantasioso.
La posible paradoja es que el asunto puede acabar por revertírsele. Caro pagó el PAN su error de confabularse con el PRI y excluir al PRD en la integración del Consejo en 2003, pues hasta ahora ese partido acarrea el sambenito de usurpador arraigado en el imaginario colectivo de una buena parte del país, más amplia que la feligresía lopezobradorista. La arrogancia les pasó factura y provocó un arranque de Gobierno muy difícil, con un pesado déficit de legitimidad, por más legal que fuera el triunfo de Felipe Calderón.
Me temo que la destrucción del INE tendrá un efecto parecido sobre lo que quede de Morena una vez periclitada la estrella de su fundador. No veo cómo, con una autoridad destartalada, puedan defender sus triunfos apretados sin que revivan en todo el país los conflictos postelectorales de los ochenta del siglo pasado, por cierto, encabezados en su mayoría por el PAN, antes de la avalancha del cardenismo de 1988. La destrucción del INE puede salirle muy cara a la estabilidad política del país y podría abonar aún más a la violencia y a la militarización.