Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
03/08/2020
En pocos días 50 mil mexicanos habrán muerto de Covid -19. Sólo Estados Unidos y Brasil han sufrido más decesos. Ese triste, terrible tercer sitio en el mundo, tendría que sacudir las estructuras políticas y conmover la conciencia social —si es que eso existe—. El virus es devastador. Ahora sabemos que tiene una capacidad de contagio y una letalidad superiores a las que se imaginó inicialmente. El problema es global. Pero cada país ha ofrecido respuestas diferentes y de allí los avances y estancamientos que se aprecian por todo el planeta.
En México, las autoridades —y la sociedad con ellos— se equivocaron en el primer diagnóstico de la epidemia. Creyeron que para atajar el contagio bastaba con lavarse las manos y una razonable distancia. Se pensó que el virus se propagaba fundamentalmente por contacto y que, como se comportaría de manera similar a bichos como el de la influenza, podíamos esperar a que se desarrollase una inmunidad de rebaño: los así contagiados crearían anticuerpos y en pocos meses la infección cedería.
El doctor Hugo López-Gatell se alineó con ese diagnóstico. No fue el único. A partir de estimaciones similares las autoridades sanitarias en países como el Reino Unido y Suecia fueron displicentes con las medidas de distanciamiento social. En el Reino Unido hay 680 muertos por cada millón de habitantes. En Suecia, 568. En México ayer llevábamos 368 por cada millón. En Europa van de salida de la fase actual de la epidemia y aquí no hay indicios de cuánto más durará esta pesadilla, así que cualquier comparación debe tomar en cuenta que nos encontramos en momentos distintos.
De acuerdo con los muy actualizados datos de worldometers.info México está en el 13o. sitio entre los países con más fallecimientos, debido al coronavirus, por cada millón de habitantes. Ocho de ellos son países europeos, en donde es difícil que esa tasa aumente de manera significativa. Nos superan, en nuestro Continente, Perú con 588 víctimas mortales por cada millón de personas, Chile con 502, Estados Unidos con 478 y Brasil con 440. Nuestros 368 son muchísimos (y aumentan a diario) si volvemos a la contabilidad completa: 46 mil 700 el viernes, casi 47 mil 500 el sábado, 50 mil dentro de unos días. No solamente es un disparate hablar de la luz al final del túnel. Tenemos que reconocer que el túnel nos ha envuelto y enceguecido, comenzando por el indolente gobierno federal. Indolencia es falta de sensibilidad al dolor —en este caso, frente al dolor de los demás—.
En otros países las autoridades de salud que desestimaron al coronavirus han reconocido, con matices diversos, que estaban equivocadas. El desatino más grande de López-Gatell no ha sido el erróneo diagnóstico inicial, sino su incapacidad para reconocerlo y rectificar. Allí hay un desacierto científico y otro de carácter político.
El primero, consiste en aferrarse a la versión que desdeñaba la transmisión aérea del coronavirus. En esa interpretación nuestras autoridades federales encontraron pretexto para una estrategia light frente a la pandemia —y allí se encuentra el segundo error—. Para el presidente López Obrador, la prioridad ha sido minimizar la importancia de la crisis sanitaria. La versión del coronavirus con la que se identificó López-Gatell coincidió con esa instrucción. Como esperaban que los contagios serían unos cuantos miles y era suficiente aguardar a que la epidemia transcurriera, no prepararon al sistema de salud para atender a decenas de miles de enfermos de Covid, no compraron a tiempo implementos necesarios y, sobre todo, desdeñaron la importancia de las pruebas para detectar focos de contagio.
Para el gobierno mexicano, las pruebas eran innecesarias porque, desde su perspectiva, no resultaba indispensable controlar los contagios. Luego el rechazo a las pruebas se convirtió en otra manera de negar la realidad: si no hay evidencias de la infección las cifras resultan menores. Hoy la insuficiencia de los datos oficiales es parte del escándalo y de la crisis sanitaria misma.
Es imposible tomar decisiones precisas con información tan incompleta. El incremento en el número de muertes en lo que va de este año, según datos de la Secretaría de Salud, sugiere que los fallecimientos por Covid son muchos más que los oficialmente reportados.
El matemático Raúl Rojas, de la Universidad Libre de Berlín, estimó que a fines de julio los decesos en México por esa causa llegaban a 165 mil (El Universal, 28 de julio). El especialista en informática Mario Romero y la economista Laurianne Despeghel, que han publicado en el sitio de Nexos sus revisiones de actas de defunción en la Ciudad de México, consideran que las muertes por Covid pueden ser el triple de las que reportan las autoridades. El Institute for Health Metrics and Evaluation de la Universidad de Washington en Seattle proyecta, a partir de los datos del gobierno mexicano, que para el 1 de noviembre en nuestro país habrá 96 mil muertes por Covid.
Además de las muertes por Covid hay una cantidad indeterminada de víctimas de otras enfermedades que en otras circunstancias habrían sido atendidos en hospitales pero que no acuden a ellos por temor al contagio, o porque están ocupados con infectados por el coronavirus. Para que los hospitales no se desbordaran y evitar escenas como las de Nueva York e Italia que tanto nos conmovieron, con pacientes en los pasillos y afuera de los nosocomios, en México las autoridades cancelaron la atención a otros padecimientos y exhortaron a los contagiados de Covid para que permanecieran en sus domicilios a menos que tuvieran serios problemas respiratorios. Nunca sabremos cuántas personas se han agravado por no ir a los hospitales debido a esas indicaciones del gobierno.
Nada de eso ha cambiado. Llevamos cinco meses desde los primeros contagios, ahora la ciencia sabe más sobre el coronavirus, se cuenta con evidencias de la infección por vía aérea y la propagación en espacios cerrados y, pese a ello, el gobierno mexicano mantiene en lo fundamental sus decisiones. La política pública para enfrentar al Covid-19 ha sido un fracaso. La incapacidad del gobierno para actualizar y modificar sus decisiones tiene un fuerte componente de irracionalidad. Esa política se expresa de manera más ostensible en la necedad sobre el cubrebocas.
Todos los días nuevas indagaciones confirman que el cubrebocas es útil para contener la expansión del virus. Por desgracia, el empleo de ese instrumento de protección se ha ideologizado y politizado a extremos absurdos. López Obrador y López-Gatell se emparentan con la insensatez de Bolsonaro (ya ni siquiera Trump descalifica al cubrebocas). Pero no obstante la disparatada actitud del presidente mexicano, el 60% de los simpatizantes de Morena con
sidera que el uso del cubrebocas debió haber sido obligatorio. Entre quienes están en desacuerdo con AMLO, el 92% respalda la obligatoriedad del cubrebocas, de acuerdo con la encuesta nacional que Consulta Mitofsky levantó entre el 26 de julio.
Enfadado cuando le preguntan sobre el cubrebocas, López Obrador ahora responde que lo usará cuando se termine la corrupción. Sólo entonces aceptará “ponerme mi tapaboca para que ya no hable”. En su pueril y huraño imaginario, el Presidente considera que el cubrebocas le impediría hablar. Por eso no lo usa.
Acusarlo de machismo por esa reticencia es demasiado sofisticado. El origen de su temor al cubrebocas es más simple y por eso más grave. El mandatario que tuvo un respaldo de 30 millones de votos se amilana con una tira de tela que le tapa la boca y la nariz. En su aversión, el Presidente ha politizado al cubrebocas y se ha negado a la solidaridad y la responsabilidad que implica el empleo de ese utensilio. ¿Qué le costaba dar ese ejemplo?
Igual de caprichosas y costosas han sido las reticencias a rectificar decisiones como el rechazo a las pruebas de Covid. Por eso, en una carta inusitadamente drástica, nueve gobernadores han exigido la destitución del Subsecretario de Salud al considerar que: “Falló la estrategia de contención, como ya se venía advirtiendo por especialistas nacionales e internacionales; fallaron las medidas sanitarias, que no han sido claras ni firmes; mientras que el vocero y responsable de la epidemia, Hugo López-Gatell, no ha dejado de mentir, de caer en contradicciones sobre las proyecciones y las estrategias a implementar”.
Los errores de las autoridades en materia de Salud, secundados por López Obrador, son más inexcusables porque, a diferencia de los países europeos que se enfrentaron de pronto a una pandemia de la que se sabía poco, en México tuvimos al menos dos meses para prepararnos. En ese lapso nuestro gobierno no hizo prácticamente nada.
Hoy, cuando llegamos a 50 mil muertos según los datos oficiales, sería necesario hacer algo de lo que no se hizo en febrero y marzo: reconocer las atribuciones del Consejo de Salubridad General para tomar las decisiones capaces de contener la expansión y las terribles secuelas del coronavirus; destinar de manera expedita y suficiente los recursos que necesita el sector Salud priorizando las remuneraciones y la protección de médicos y enfermeras; reunir los medicamentos suficientes y establecer el uso necesario del cubrebocas.
El mundo sigue con atención el desarrollo de posibles vacunas. Pero, hasta donde se sabe, México no ha acordado su adquisición con los laboratorios que las fabrican. El secretario de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard, anunció el acuerdo con un laboratorio francés para que en México se realicen pruebas de una de tales vacunas pero nada más. También en ese asunto a nuestro gobierno se le ha hecho tarde. Corremos el riesgo de que, cuando haya vacuna, México no pueda obtener las dosis necesarias. En cada paso frente al coronavirus es preciso señalar y, si se puede, evitar la indolencia del gobierno federal.