Fuente: El Universal
Pedro Salazar Ugarte
Es lamentable el ambiente de crispación que atraviesa nuestra vida cotidiana. Este país, famoso por su cultura generosa y su hospitalidad milenaria, hoy está marcado por el encono. Cada día se abre un nuevo frente de batalla, una nueva arena de disputa, de división, de enfrentamiento. Estas líneas no pretenden ofrecer un elenco de desacuerdos sino la crónica indignada de una pugna más, reciente y lamentable. Me refiero a las declaraciones del vocero de la Arquidiócesis de México, el señor Hugo Valdemar, por las cuales señala que un candidato a presidir la CNDH, Emilio Álvarez Icaza, “no está capacitado para el puesto, pues ‘es el más connotado pro abortista del DF’ y (porque) ha pedido acallar a la Iglesia”. Para el señor Valdemar, el ex ombudsman del DF es, además, una persona “vendida a un gobierno y a una ideología”. No sé a qué se refiera y no quiero convertir este texto en una apología del trabajo de Álvarez Icaza (que, al menos a mí, me merece el mayor respeto), pero no puedo dejar de hacer notar los excesos e implicaciones de tan desafortunados comentarios.
Comencemos por lo básico: el vocero de la Arquidiócesis representa y habla a nombre de una Iglesia. Por lo mismo no podemos valorar sus dichos desde una dimensión individual ni arroparlos con el halo de la libertad de expresión. Su voz es la de una poderosa organización religiosa y está dirigida en contra de una persona en lo individual que, en su función pública, actúo en ejercicio riguroso de la ética de la responsabilidad. Ese tipo de ética que mira y pondera las consecuencias de los actos y no se encierra en las siempre parciales y relativas convicciones individuales. Y, conviene recordarlo, esa fue exactamente la misma modalidad ética que, en el caso de la despenalización del aborto en el DF (causa de la ira del vocero), orientó la posición de ocho ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Esto me lleva a notar dos graves consecuencias de los dichos del vocero de la Arquidiócesis. Por un lado, se trata de un acto de prepotencia desde una posición privilegiada para defenestrar en público a una persona que lo único que pretende es, en condiciones de igualdad y a través de los procedimientos democráticos, aspirar a un cargo al que tiene constitucionalmente pleno derecho. Por el otro, las declaraciones constituyen un ataque directo y frontal contra las dinámicas y los procedimientos mediante los cuales se dirimen las diferencias de opinión en una democracia constitucional. Y, en esta segunda vertiente, el señor Valdemar, desde la Iglesia más poderosa de este país, golpea a las instituciones y se burla del principio elemental y fundamental de la laicidad. Lo hace, podemos suponer, porque pretende, desde una posición de fe inevitablemente parcial y potencialmente excluyente, imponer reglas y normas a una comunidad venturosamente plural y, por fortuna, diversa. ¿Cómo no notar la falacia que encierra su razonamiento? El vocero veta y excluye a quienes no comparten sus creencias descalificándolos por no pensar como él (y la institución que representa) piensan.
La laicidad, presupuesto de la democracia, impone mandatos simples: el Estado no debe abrazar una creencia y gobernar en nombre de ella; las iglesias no deben colonizar la esfera pública para imponer sus dogmas a la comunidad política; las religiones (y las concepciones ateas del mundo) deben respetarse y convivir en plural y; sobre todo, las autoridades el gobierno deben garantizar a las personas que ninguna organización religiosa por más poderosa y hegemónica que sea les impondrá sus dogmas y creencias. La convivencia pacífica la historia nacional y mundial enseñan también depende de ello.
Valdría la pena saber qué opinan los demás aspirantes a presidir la CNDH sobre este exceso por parte de la Iglesia católica mexicana. Si comparten la agenda de los derechos humanos que son los “derechos del más débil”, tienen una enorme oportunidad para demostrar que están a la altura del reto.
Investigador del IIJ de la UNAM