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El debate público

La lealtad requerida

Ricardo Becerra

La Crónica 

02/04/2017

Como hemos sido declarados “individuos racionales” que actuamos hipnotizados por los ineludibles incentivos, por “diseños institucionales” que nos determinan y porque las “reglas del juego” lo permiten, nos ha parecido bastante normal –incluso necesaria- la metralla de impugnaciones contra la Constitución de la Ciudad de México, recientemente aprobada.

He escuchado a constituyentes muy participativos -que lo discutieron y lo votaron todo, hasta el cansancio- decir, incluso “Que no se gesticule, que no se dramatice, ya sabían que la iban a impugnar”.

Pero no: para mí, esa catarata de impugnaciones, muestra la miseria moral en la que se desdobla la política mexicana, hoy. A la historia me remito.

La idea de la Constitución para la capital del país no fue un capricho; de hecho la falta de una Constitución para una comunidad de casi 9 millones que eligen libremente al Jefe de Gobierno y a su Asamblea Legislativa, era toda una anomalía.

Su ausencia era la ausencia de propósitos y principios compartidos: permitir un juego de poder sin guía mínimamente consensada.

Y la Constituyente tenía precisamente ese objetivo: explorar si en medio de tanta pluralidad, de tantas sensibilidades distintas y de tantos problemas ¡y de qué tamaño!, era posible construir un nosotros en el que se reconociera la sociedad local más moderna y arisca del país.

Si mal no entiendo esa era la razón incluyó el tema en el malhadado “Pacto por México”: dar paso a un Constituyente en el que por primera vez después de un siglo o más, se abriera un “proceso de encuentro y un proyecto común” como lo dijo el diputado Santiago Creel. Y para ser más enfático: así fue destacado por los líderes de las fracciones parlamentarias el último día de la plenaria Constituyente (31 de enero).

La regla era casi imposible pero la buena política lo logró: cada frase en la Constitución de la CDMX debió ser aprobada por dos terceras partes de aquella Asamblea en la que nadie tenía mayoría y nadie por si sólo podía vetar ningún artículo.

Y más: la Presidencia de la República propuso la introducción de 40 representantes “designados” en la Asamblea (por el Presidente, por la Jefatura de Gobierno y el Congreso), precisamente para dar seguridades de legalidad a los distintos niveles de gobierno. Esa insistencia –no electa por la ciudadanía- tan difícil de argumentar, le causó un daño, incluso un déficit democrático, al proceso constitucional. Pero se concebía un precio a pagar para obtener una Constitución fruto de una gran discusión no sólo local, sino de carácter e influencia nacional.

En aras de un documento genuinamente compartido, el Jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, encargó la redacción de un proyecto a un grupo de “notables” muy diverso. El documento final fue recibido en las Comisiones del Constituyente. Las sufridas Comisiones dedicaron varias semanas a abrir el debate y escuchar a quien quisiera intervenir, intereses, grupos, ciudadanos, y organizó discusiones y Foros públicos. De allí, se elaboró un proyecto de dictamen que, a su vez, fue sometido al cuidado de una Comisión de “armonización” (de no contradicción, propiamente). Del dictamen se dio pie a los votos particulares y de allí a las reservas. Había oportunidad para colocar cualquier duda y precaución.

Es decir: el Constituyente trabajó hasta cansarse, para recoger una visión común, quitando y cuidando cada frase. Ese fue el trabajo de las comisiones. Todos, Morena, PAN, PRI, Nueva Alianza, PRD, los partidos menores, el Senado y el grupo de Presidencia, pusieron a la Ciudad y su futuro por delante. ¿Suena retórico? Sí, pero fue real.

Todos trataron que las formulaciones fueran constitucionales hasta la última coma y que dieran cabida a esa diversidad de aspiraciones. Lo que es más: en varias ocasiones, constituyentes de aquí y de allá colocaron alertas, avisaron que tal frase o artículo podría ser impugnado pero esas alertas de inconstitucionalidad fueron escuchadas y provocaron una re-redacción cuidadosa, detallada hasta la exageración. Según recuerdo, la única advertencia explícita de impugnación fue el tema del Consejo de la Judicatura.

En síntesis: la Constitución es fruto de un pacto inicial; la composición del Constituyente (tan extraña) se diseñó para dar garantías a todos; el trabajo inmenso, en tiempo récord, trataba de cuidar todas las observaciones del conjunto; se abrió a consulta pública y todos los artículos se votaron por las dos terceras partes de una Asamblea en la que nadie tenía mayoría ni posibilidad de veto.

Luego de el trabajo legislativo ciclópeo, la Procuraduría de Peña Nieto y otros actores (Morena para mi desconcierto) están impugnando el resultado de un proceso en el que discutieron, intervinieron, votaron y estuvieron implicados hasta el tuétano.

¿Es normal? Desde el punto de vista del cínico sí.

Pero tanto trabajo y tanta elaboración realizada en público deja una moraleja: las reformas políticas de tal calado y con tantos candados, exigen una lealtad previa a los resultados: la palabra firme de los actores que la pactaron. Sin ese ingrediente, estamos fuera de la política, de la palabra empeñada, de la lealtad democrática. Empezando por la Presidencia.

Por eso estamos como estamos.