Ricardo Becerra
La Crónica
09/04/2017
Un buen amigo me hizo ver que no confesé mi posición en este pleito. Tiene razón. Trabajo en el área de Desarrollo Económico, en el Gobierno de la Ciudad. Agregaría -por si no bastara- que participé gustoso en las ya lejanas discusiones en torno al primer borrador del “capítulo del desarrollo” de la nueva Constitución (el menos impugnado, según creo).
Hecha la genuflexión, al grano.
La semana pasada yo echaba de menos esa lealtad básica y previa que exige la buena política: si vas a una Asamblea tan llena de candados que tu mismo pusiste; si cada línea de cada artículo debía obtener el 66 por ciento de los miembros; si se atendieron todas –todas- tus objeciones o reparos, si lo discutiste todo y lo votaste todo, no es normal ni democrático ni ético tirar una catarata de impugnaciones contra la Constitución, ¡que tu votaste, y de qué manera interviniste!
Pero mi crítica no sólo proviene de la deslealtad hacia tu propio compromiso, formas y procedimiento: también viene de la concepción y los prejuicios contra el contenido básico –votado casi todo- por consenso.
Hay quien afirma –como crítica- que la Constitución “ha de ser la ley que sujeta al poder, no el proyecto de quienes lo detentan” (Silva Herzog Márquez). Pues sí, pero para ello no sólo existe la tradición norteamericana: el poder de los individuos frente al Estado se explica no sólo como el famoso sistema de “pesos y contrapesos”, sino a través de los derechos que el Estado reconoce y se obliga a respetar en cada individuo. En el fondo, de eso se trata.
La impugnada y denostada Constitución de la CDMX, como ha repetido el maestro Pablo Yánez, es el primer caso en el que se materializa otra reforma constitucional unánime, ocurrida en 2011 en México, que obliga a desarrollar, antes que nada, un sistema de derechos y de derechos humanos. Creo que los antiguos le llamaban a eso constitucionalismo social, cuyo objeto es tejer una serie de obligaciones del Estado hacia la sociedad y los ciudadanos que gobierna. No se trata de que cada quien se rasque con sus propias uñas, sino de un proyecto explícito de igualación basado en derechos universales y derechos especiales, para los más débiles (no para los poderes de hecho).
Así que hay muchos preceptos y conceptos de Constitución: la Asamblea Constituyente eligió el camino que narro, luego de una larga, larga –e interesante discusión- pública.
Admito que puede haber allí cansadas reiteraciones, giros románticos inútiles, cursilerías, pero también estamos obligados a ver el contenido, y para mí de lo mejor, más avanzado y defendible es eso: los preceptos relacionados con lo que el jurista Antonio Azuela ha llamado “derechos de cuerpo, gozo y muerte”. Si solo fuera por la introducción explícita de la muerte digna y asistida, o por el reconocimiento de las formas no convencionales de familia, esta Constitución debería ser considerada todo un paso civilizatorio en América. Pero nuestras furias y fobias no lo permiten reconocer, ni siquiera entre los más “liberales”.
Una Constitución construida completamente bajo la idea de garantizar e instrumentar derechos no se traduce en la locura que reclaman los críticos: no hay dinero para tanto derecho, dicen. Pero desde el principio, la Constitución dice y aclara que se trata de derechos a ser cubiertos progresivamente, poco a poco, en un proceso activo, pero obligado, para el cuál, debemos ir edificando su propio financiamiento (Enrique Provencio Dixit). Los derechos cuestan, y como aspiramos a una sociedad civilizada, hay que conseguir, cobrar, los recursos que los sustenten ¿o no queremos generalizar derechos, por no pagar impuestos?.
La Constitución es relevante por otras cosas: una arquitectura constitucional más funcional, más moderna (compárenla con cualquier otra Constitución de los estados); imprime avances muy importantes para la gestión pública (Merino), y de lo más trascendente (para mí), es su alto contraste con la Constitución federal, en sus nociones de desarrollo y crecimiento económico.
Desde el malhadado sexenio de Salinas y hasta nuestros días, desarrollo económico quiere decir desregulación, no intervención y “remover obstáculos” al crecimiento. Así nos ha ido. Por el contrario, la ciudad retoma la política, acciones, iniciativas, responsabilidades explícitas para buscar financiamiento, alianzas y proyectos efectivos. Crecer por decisión, planeación y por cultura, aquí y ahora, no por la magia de reformas estructurales de resultados inciertos y remotos, caídos de la “inversión privada”.
Una inadmisible traición del poder federal; la puerta a la impugnación que abrió Morena; la falta de compromiso con un proyecto basado en derechos y en desarrollo que se discutió hasta la náusea. El déficit de esa –antigua- lealtad requerida.