Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
26/06/2017
La despreocupación de muchos ante las pruebas de espionaje contra periodistas y defensores de derechos humanos es expresión del país de cínicos que todavía tenemos. Desde siempre, casi, hemos supuesto que el gobierno y más tarde además otras fuerzas políticas y económicas interceptan teléfonos. Nos hemos acostumbrado tanto a la posibilidad de que nuestras conversaciones sean espiadas que fingimos hablar en clave, eludimos temas comprometedores por teléfono o simplemente bromeamos ante esa eventualidad. En todo caso sabemos, y queremos suponer, que el espionaje forma parte de las viejas prácticas de un sistema político que no termina de renovarse.
Pero la denuncia con fechas y nombres de los intentos de espionaje a quince ciudadanos involucrados en la indagación y denuncia de variados asuntos públicos confirma que ese recurso es empleado desde algunas zonas del poder político, ahora con el apoyo de novísimos recursos informáticos.
El gobierno mexicano ha comprado sistemas de espionaje telefónico a varias firmas internacionales. La adquisición que recientemente adquirió notoriedad es el programa Pegasus por el cual, según se ha informado, tres dependencias del gobierno federal pagaron al menos 80 millones de dólares. La nota principal de The New York Times el pasado lunes 19 de junio, desplegada en dos planas ampliamente ilustradas, ofreció un inventario vergonzoso y contundente de la persecución que se mantiene en México contra ciudadanos que tienen posturas críticas.
Esa nota no acusa expresamente al gobierno mexicano de perpetrar el espionaje. Pero sí ofrece elementos para sostener que, si no es culpable directo de los intentos para intervenir las comunicaciones de periodistas y defensores de derechos humanos, el gobierno de México al menos sí cuenta con información que le permita cumplir con su obligación de investigar esas intromisiones a la vida privada.
El programa informático Pegasus es fabricado por la empresa israelí NSO que solamente lo vende, o eso dicen sus directivos, a gobiernos. Quienes manejan ese software enganchan a sus posibles víctimas enviándoles mensajes telefónicos con una liga a un sitio web. Si el destinatario abre la liga entonces se descarga un programa que toma el control del teléfono celular, reenvía al promotor de esa infección todos los mensajes que reciba el dispositivo e incluso tiene acceso a la cámara y al micrófono. Se ha informado que cada infección exitosa cuesta 77 mil dólares, es decir casi un millón y medio de pesos.
Hace pocos meses el Citizen Lab, que es el Laboratorio de Investigación de Derechos Digitales de la Universidad de Toronto, identificó las capacidades de ese programa. En agosto pasado el activista árabe Ahmed Mansoor envió a los especialistas de ese centro de investigación un mensaje que había recibido pero que no abrió porque le pareció sospechoso. Después de examinar ese mensaje y el sitio al que conducía la liga maliciosa el vicepresidente del Citizen Lab, Mike Murray, dijo que el programa Pegasus era “una de las más sofisticadas piezas de ciberespionaje que jamás hemos visto”.
En febrero de 2017 la Red en Defensa de los Derechos Digitales (R3D) denunció el uso en México del programa Pegasus contra Simón Barquera, médico del Instituto Nacional de Salud Pública; Luis Manuel Encarnación de la Fundación Mídete y de Alejandro Calvillo, de la organización El Poder del Consumidor. Los tres han estado involucrados en la campaña para incrementar los impuestos a los refrescos como una vía para reducir el consumo de azúcar en México. Aquella revelación fue difundida por The New York Times el 11 de febrero y estuvo acompañada por un informe de la R3D. Esa organización mexicana es apoyada en sus investigaciones por el Citizen Lab canadiense y por Amnistía Internacional. Con tal respaldo se comprobó que los teléfonos de esos tres ciudadanos habían sido interceptados con el sistema de rastreo Pegasus.
Desde entonces esos y otros grupos ciudadanos exigieron al gobierno mexicano que investigara el origen del espionaje y que explicara el uso que da al programa informático. Como no tuvieron respuesta a pesar de que se trataba de peticiones muy pertinentes, el 23 de mayo pasado diez organizaciones ciudadanas renunciaron a la Alianza para el Gobierno Abierto que es la iniciativa internacional para promover la participación de la sociedad en la promoción de la transparencia a través del uso de tecnologías digitales.
Desde hace más de cuatro meses el gobierno del presidente Enrique Peña Nieto sabía de esas denuncias pero no hizo nada para atenderlas. Si el software Pegasus fue utilizado por dependencias del gobierno federal se trató de acciones ilegales a menos que en cada caso hubiera una orden judicial y, entonces, tendrían que existir indagaciones formales contra los ciudadanos así espiados. Si el espionaje no ha sido ordenado desde el gobierno federal o desde el gobierno de algún estado, con más razón se trataría de acciones al margen de la ley que tendrían que ser investigadas y sancionadas por las autoridades judiciales.
La R3D documentó, en un informe de 88 páginas, que el programa Pegasus fue utilizado entre 2015 y 2016 para tratar de espiar a tres directivos del Centro de Derechos Humanos Miguel Ángel Pro (Mario Patrón, Stephanie Brower y Santiago Aguirre); a Carmen Aristegui, a su hijo Emilio y dos de sus colaboradores, Rafael Cabrera y Sebastián Barragán; al periodista Carlos Loret de Mola; a Juan Pardinas y Alexandra Zapata, del Centro Mexicano para la Competitividad y a los periodistas Salvador Camarena y Daniel Lizárraga de Mexicanos contra la Corrupción.
Cada una de esas personas recibió mensajes con malware cuidadosamente dedicados para llamarles la atención. Los defensores de derechos humanos en el Centro Pro recibieron al menos cinco mensajes engañosos. La periodista Carmen Aristegui, su hijo adolescente y los dos periodistas de su equipo de trabajo recibieron 56 mensajes. Carlos Loret de Mola identificó ocho intentos para intervenir sus comunicaciones. Los directivos del IMCO recibieron cuatro mensajes falsos. A Camarena y Lizárraga trataron de engañarlos por lo menos en tres ocasiones.
La reacción del gobierno ante esas denuncias ha sido de culposo desdén. La Presidencia envió al diario neoyorquino una escueta carta que simplemente negaba que hubiera pruebas que involucrasen al gobierno mexicano. Como proliferaron los cuestionamientos al espionaje, el jueves 22 el presidente Peña Nieto quiso insistir en que su gobierno rechaza tales prácticas pero lo hizo de tan mala manera, o expresó su auténtico talante de forma tan clara, que terminó empeorando la imagen de su administración.
Después de decir que su gobierno “respeta y tolera las voces críticas” Peña confió en que la Procuraduría General de la República deslinde responsabilidades y en que “al amparo de la ley, pueda aplicarse la justicia contra aquellos que han levantado estos falsos señalamientos contra el gobierno”.
Luego aclaró que no había dicho lo que dijo, pero esa frase del presidente Peña es una abierta amenaza a quienes han cuestionado a su administración por espiar ilegalmente o por no atender las exigencias para que haya una indagación satisfactoria.
La rectificación del presidente fue adecuada pero el mensaje inicial coincide con el fastidio que su gobierno ha expresado ante las denuncias de espionaje.
La intervención de comunicaciones privadas es un delito. También es delito, por cierto, la publicación de grabaciones resultado de esas intercepciones. En los años recientes todos nos hemos entretenido, y con frecuencia nos hemos regocijado, ante la propagación de conversaciones privadas que develan abusos, excesos o simples dislates de numerosos personajes públicos.
Todos hemos aplaudido, de diversas maneras, la exhibición de personajes que nos resultan antipáticos, o cuyas tropelías vemos confirmadas de esa manera, cuyas conversaciones han sido convenientemente filtradas para descalificarlos. Cuando los medios difunden algunas de esas grabaciones contribuyen a que se conozcan ilegalidades, reales o presuntas. Pero la publicación de esas conversaciones beneficia los intereses de quienes las han grabado y entregado a la prensa. Y, aunque a estas alturas nadie se preocupa por ello, constituye una acción ilegal.
Ese alegre beneplácito que conferimos a la transgresión a la privacía (pues se trata de expresiones privadas aunque se trate de personajes públicos) junto con la cínica o resignada suposición de que a todos nos pueden grabar en cualquier momento, ha construido una suerte de legitimación social del espionaje en nuestro país.
El aval que damos a las intercepciones telefónicas ha normalizado esa práctica en vez de subrayar la excepcionalidad que debería singularizarla. Al reconocerla como parte de nuestra normalidad, la costumbre del espionaje es aceptada y trivializada por la sociedad.
Por eso denuncias tan graves como las que se han difundido en estos días no han suscitado la protesta ciudadana que ameritarían. No sólo se vulnera la privacía de los ciudadanos. Además el Estado perpetra o al menos tolera prácticas propias de los peores regímenes policiacos. El respeto a la vida privada es un derecho de las personas y forma parte del pacto democrático entre la sociedad y el Estado.
El entremetimiento se encuentra tan aceptado que el presidente de la República creyó que sería aplaudida su confesión de que él mismo ha recibido mensajes engañosos “pero procuro en todo caso ser cuidadoso con lo que digo telefónicamente”. Ese es un gravísimo reconocimiento de la incapacidad del Estado para cumplir y hacer que se cumpla la ley. Se trata no sólo de la legitimación, ahora de manera expresa en el poder político, del espionaje y la transgresión a la privacía. La aceptación presidencial del espionaje a las comunicaciones privadas es parte del país de cínicos que hemos creado.