Atentos con los médicos y con los abogados. Los primeros tienen un poder enorme sobre nosotros porque –en principio– saben las cosas que nos pasan y que pueden determinar nuestra vida. En sentido literal. Certero o errado, su diagnóstico es inescrutable para nosotros y del mismo puede depender nuestra existencia. Estar bajo la mirada del médico nos regresa a la vulnerabilidad de la infancia. Con los abogados sucede algo similar. El jurisconsulto conoce, interpreta y aplica el derecho y, al hacerlo, puede determinar lo que sucederá con nuestra libertad o nuestro patrimonio. También ante ellos estamos expuestos con plena vulnerabilidad.
Ambas profesiones, además, utilizan un lenguaje indescifrable para el resto de las personas; repleto de términos grecolatinos y de tecnicismos. Para colmo, con frecuencia, galenos y juristas tienen una caligrafía insoportable que requiere de un perito en jeroglíficos capaz de descifrar sus notas. En síntesis: médicos y abogados detentan un poder que proviene de la oscuridad de sus saberes. Sin embargo, su función social es indispensable. Ambos custodian bienes fundamentales. Pero, aunque esto sea cierto, también lo es que es mejor vivir sin ir a médico ni visitar al abogado.
Para atemperar las inquietudes que provocan sus profesiones, los doctores en derecho y en medicina fueron madurando la ilusión de la certeza. De esta manera sus saberes se convirtieron en promesa de verdad. Ante el dolor físico o la angustia de terminar en la cárcel, la salida estaba en consultar a los que saben porque, si la situación era salvable, encontrarán la respuesta correcta.
Los juristas –dejo en paz a los médicos– llaman “certeza jurídica” a esa promesa ilusoria. Cuando estudié Derecho pensaba que eso era cierto. El buen abogado, identificando reglas y desentrañando normas, lograría identificar la conclusión precisa a un problema legal. Y si uno lo hacía, por lógica, lo harían igual y de la misma manera todos los juristas avezados. Esa certeza brindaría a las personas un bien invaluable llamado “seguridad jurídica”, que puede frasearse así: “Si alguien se encuentra en la situación X o realizó la acción Y, puede tener la certeza de que enfrentará la consecuencia W”. Sin duda.
Valga tanta premisa para regresar al título de este texto. Si usted es servidor o servidora público, ¿le aplica y con qué efectos la famosa Ley de Remuneraciones y los draconianos tipos penales que se crearon junto con la misma? Para saberlo no le servirá consultar a un abogado y ni siquiera a un(a) ministro(a) de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. En estas aguas reina la incertidumbre, la confusión y la inseguridad jurídicas. Lo cual –temo decirlo– evidencia que aquello de la respuesta correcta es una entelequia anclada a un deseo irrisorio.
Sabemos que la ley se aprobó a las carreras –sin agotar el procedimiento legislativo según la Comisión Nacional de los Derechos Humanos– después de estar guardada en un cajón durante varios años. Es un hecho que su texto estaba plagado de errores y de términos desactualizados –Distrito Federal, en lugar de Ciudad de México; IFE en lugar de INE, etc.–, también que su redacción era confusa, oscura e imprecisa. Está documentado que la ley fue combatida con amparos y acciones de inconstitucionalidad (de la CNDH y de una parte del Senado). También se puede corroborar que primero la Corte –en una decisión inusitada porque contradijo una disposición legal expresa– la suspendió y que, al cabo de unos meses, el propio Poder Legislativo la modificó. Así que la cosa venía meneada.
Ahora el caso se abrió en la mesa de los juristas más experimentados del país: nuestros jueces y juezas constitucionales. Lo que se esperaba es que encontraran respuestas a cuestiones puntuales: a) ¿La ley se aprobó siguiendo el procedimiento correcto?; b) ¿El hecho de que la ley haya sido reformada impide que la Corte estudie las impugnaciones presentadas?; c) ¿La ley está suspendida –y, por lo mismo, no surte efectos– mientras esto sucede?; d) ¿La Corte debe estudiar las normas originalmente aprobadas que no han sido reformadas?; e) ¿Qué debe hacerse con una nueva acción de inconstitucionalidad que ya presentó la CNDH contra la ley reformada?, básicamente.
La discusión apenas comenzó, pero lo que ya quedó claro es que nuestros jueces constitucionales no podrán brindar respuestas comunes a estos dilemas. Adiós a la certeza y bienvenida la inseguridad jurídica.