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El debate público

La maña de pegarle al árbitro

Jorge Javier Romero Vadillo

Sin Embargo

27/07/2017

La piedra fundacional del pacto político de 1996 fue la autonomía del Instituto Federal Electoral. El IFE había nacido cinco años antes como órgano desconcentrado presidido por el secretario de Gobernación y con un director nombrado por el presidente de la República, pero con una estructura administrativa profesional, reclutada a través de concurso y con criterios de promoción y permanencia basados en la evaluación del desempeño. Ese solo hecho había ya comenzado a cambiar la dinámica de los procesos electorales en México, y había sentado las bases para que el cómputo de los votos no fuera objeto de manipulación y supercherías.

Los funcionarios del IFE primigenio no eran ángeles impolutos. La mayoría de ellos provenían de la administración pública clientelista del régimen del PRI; sin embargo, las reglas de ingreso, promoción y permanencia les daban autonomía respecto a los dictados políticos y, si bien buena parte de ellos actuaban de acuerdo a una manera tradicional de hacer las cosas, donde la disciplina y la lealtad eran preponderantes, gradualmente sus incentivos se fueron alineando con la necesidad nacional de contar con elecciones creíbles, que redujeran el conflicto y atemperaran el encono político.

El primer IFE fue producto de un pacto entre el PRI y el PAN, pero no contaba con el consenso de la tercera fuerza en disputa por el poder, el recién nacido PRD, lo que impidió que las elecciones de 1991, a pesar de la contundencia de sus resultados, contaran con la aceptación de uno de los actores políticos relevantes del momento. La irrupción del Ejercito Zapatista de Liberación Nacional, en 1994, propició un acuerdo de emergencia, que buscaba la aquiescencia del PRD y su lealtad a las instituciones formales frente al estallido de violencia política. Entonces se renovó el consejo general, hasta entonces formado por “consejeros magistrados” y por única vez se nombraron unos “consejeros ciudadanos” producto del consenso entre los partidos pactantes.

No eran tampoco arcángeles los consejeros ciudadanos del IFE de 1994. Fueron, es obvio, propuestas de los partidos y tenían más o menos afinidades con unos o con otros. Todos tenían su ideología y sus preferencias; provenían de la academia, la política, la burocracia y el periodismo. Sin embargo, detrás de ellos estaba la confianza de los partidos y el consenso respecto a sus decisiones. Las elecciones de 1994 resultaron aceptables y no hubo impugnación relevante. En el éxito de aquel experimento se cimentó el pacto político de dos años después.

1996 fue un año clave, pues ese año se dio el acuerdo político que dio origen al régimen que hoy ha entrado claramente en crisis. Sustituyó al pacto de 1946 y estableció las nuevas reglas de competencia por el poder, con base en una cuenta creíble de los sufragios. Se trató del paso de un monopolio político a una oligarquía tripartidista con barreras de entrada altas y un sustantivo financiamiento público para aquellos que lograran superarlas. Como en 1946, se establecieron protecciones frente a la competencia política abierta, pero ya no solo a favor del PRI, sino de los tres principales pactantes.

En el núcleo del acuerdo, como es lógico, estaba el sistema de arbitraje, que se puso en manos del IFE profesional, ahora encabezado por un consejo general de nombramiento político, ya no del presidente de la República, sino de la mayoría calificada de la Cámara de Diputados. Con ello se establecía la necesidad de formar coaliciones amplias entre los partidos para nombrar a los consejeros, lo que garantizaba la confianza de las fuerzas relevantes en las decisiones tomadas por el órgano colegiado.

El consejo nombrado en 1996 tampoco fue un coro de serafines próceres de la democracia sin adjetivos. Había ahí filias y fobias, cercanías y distancias respecto a los competidores de entonces. Sin embargo, la legitimidad del proceso de designación, la deliberación pública y colectiva, el profesionalismo de los funcionarios del instituto y una buena dosis de fortuna hizo que aquel consejo adquiriera cotas de aceptación social desconocidas por años en un organismo público.

La elección de 1997 tuvo un resultado histórico, pues el PRI se quedó por primera vez sin la mayoría absoluta en la cámara de diputados. En la elección de 2000 el PRI perdió por un margen relativamente amplio la presidencia. Evidentemente, los votos se habían contado de manera razonable, por lo que el IFE había pasado su prueba de fuego. La dosis de fortuna radicó precisamente en la diferencia porcentual entre el primer lugar y el segundo y el hecho de que el ganador fue el candidato opositor. Si la diferencia de aquella elección hubiera sido favorable al PRI por un margen estrecho, la legitimidad recién alcanzada por el IFE se hubiera esfumado.

El éxito de 2000 hizo que para la elección de 2003 la sociedad tuviera la ilusión de una rutina democrática institucionalizada, donde ningún actor ganaría todo, ninguno lo perdería todo y todos estarían dispuestos a jugar de nuevo con las mismas reglas, pero a la hora de la renovación del consejo general del IFE, la colusión entre dos de las partes del pacto originario para excluir a la tercera del consenso respecto a los nuevos integrantes, hizo que el nuevo órgano colegiado naciera con un serio déficit de legitimidad respecto a su antecesor.

Lo ocurrido en 2006 es el reverso del terso proceso de seis años antes y rompió el consenso de 1996. A partir de entonces, hemos vuelto al ciclo de reformas electorales a la vuelta de cada proceso presidencial. Cada vuelta de tuerca se ha ido cargando de atribuciones al instituto electoral, aunque a la siguiente vuelta se le vuelva a ver como incapaz de cumplir con las expectativas puestas en él. En la última ronda reformista, lo hicieron Nacional, con lo que ahora es un monstruo encargado no ya de hacer el padrón, capacitar a los ciudadanos que van a contar los votos, instalar las casillas y hacer las cuentas finales de la votación, sino de regular los medios de comunicación, intervenir en los pleitos entre partidos antes y durante las campañas y llevarle las cuentas a los contendientes incluso en las elecciones locales.

Al INE lo está asfixiando su éxito. Como ha hecho bien las cosas, le han cargado cada vez más responsabilidades. Y después todos le pegan, incluyendo al soberbio tribunal, última instancia del conflicto que falla con criterios casuísticos inconsistentes.

Al INE también se achaca la tolerancia frente a los delitos electorales, cuando enfrentarlos le corresponde a la enana fiscalía especializada, pata coja del trípode electoral.

Lo que está en crisis no es el INE, sino el pacto político de 1996, que se basó en la captura de parcelas de rentas a través del voto. La expectativa de ganancias ingentes gracias al triunfo electoral ha hecho la competencia despiadada y la ha vuelto una danza de millones no fiscalizables a través de las cuentas oficiales. Ahí es donde debería intervenir una fiscalía especializada seria, capaz de seguirle la pista al dinero y desmontar las fórmulas de lavado. Esa no puede ni debe ser tarea del INE, sino del ministerio público, pues se trata de delitos, pero ahí ningún partido quiere voltear a ver.