Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
23/07/2018
“La verdad y la razón se han vuelto especies en peligro de extinción”, considera Michiko Kakutani. El discurso político y el lenguaje de los gobernantes pero también las versiones que circulan por los medios, nuestras apreciaciones acerca de los más variados asuntos públicos e incluso las concepciones que tenemos sobre la realidad, muy a menudo son definidas por lo que queremos creer y no por los hechos mismos.
Preocupada por entender por qué el actual presidente de Estados Unidos ganó la elección y a pesar de sus cotidianos dislates ha mantenido credibilidad en amplios segmentos de la sociedad en aquel país, esa autora escribió The Dead of Truth. Notes on Falsehood in The Age of Trump (Tim Duggan Books, New York). El libro comenzó a circular el martes pasado y es útil para entender el deterioro de la cultura cívica allá, pero también acá.
El “asalto a la verdad” no ocurre sólo en Estados Unidos. “Alrededor del mundo, oleadas de populismo y fundamentalismo hacen enfáticos llamados al miedo y la ira por encima del debate razonado, erosionando instituciones democráticas y reemplazando la pericia de los expertos con la opinión de la multitud”, escribe esa autora.
No se trata sólo de las noticias falsas que a veces resultan de la ausencia de verificación pero, también, de la intencionada fabricación de mentiras que aprovecha el anonimato y la capacidad de propagación inmediata que ofrecen las redes sociodigitales. Además el desgaste de la verdad ocurre en la proliferación de creencias falsas disfrazadas de conocimiento científico, en las distorsiones que buscan ajustar o distorsionar los hechos históricos de acuerdo con el gusto de quienes los interpretan y en el engaño masivo que se construye con seguidores falsos en cuentas de Twitter y Facebook.
En las convicciones de mucha gente, pero también en los planes de estudio de las escuelas, el creacionismo rivaliza con la teoría de la evolución. Incluso se ha extendido la creencia (sí, por absurdo que parezca) de que la Tierra es plana. Con la misma ligereza hay legiones dispuestas a creer las imposturas, o las negaciones de sus propios hechos, que propalan destacados personajes públicos.
Las inquietudes de Kakutani sobre el “decreciente papel del discurso racional y el disminuido papel del sentido común y la política sustentada en los hechos” permite reconocer una saturación de mentiras envolvente y, en ocasiones, asfixiante. Las teorías de la conspiración jamás demostradas, pero que se ajustan a la gana de explicaciones extravagantes o auto justificatorias que complace a muchas personas, proliferan sin contexto crítico suficiente. Los ataques del 11 de septiembre lo mismo que, en situaciones como la nuestra, los resultados de elecciones anteriores o algunos relevantes casos de violencia política, son adjudicados a maquinaciones tan turbias que nadie las devela cabalmente pero que encuentran muchedumbres de creyentes. En otro orden, pero como parte de la misma erosión de la verdad, el rechazo a la existencia histórica del Holocausto, o la negación del cambio climático, convienen a intereses ideológicos y políticos por lo general conservadores.
El asalto a la verdad, considera Kakutani, tiene algunos de sus orígenes en las corrientes posmodernistas que proponen que no existen las verdades absolutas. Cuando algunos autores han dicho que no hay realidad objetiva porque depende de la percepción de las personas, han abierto el camino para que, de plano, se niegue la validez de la realidad simple y llana. En el estudio de los medios de comunicación se ha incurrido en un engaño conceptual cuando se dice, sin matices, que la realidad es una construcción ideológica. Una cosa es el reconocimiento de que cada persona discierne los hechos a partir de su circunstancia, su experiencia y preferencias. Por eso los asuntos públicos admiten interpretaciones muy variadas según el emplazamiento cultural, social, familiar, etcétera, de cada quien. Pero la realidad no es la suma de las apreciaciones acerca de ella. La realidad está conformada por hechos duros que son –o deberían ser– la miga de las noticias en los medios de comunicación. El posmodernismo “consagró el principio de subjetividad”, se queja Kakutani, no porque las valoraciones de cada quien no importen sino porque a menudo se les sobredimensiona, suponiendo que no hay una verdad sino varias.
Esas posturas académicas han sido coartada ideológica de grupos conservadores. Hay quienes, para legitimar falsedades, sostienen que si no hay una verdad sino percepciones acerca de ella, entonces lo más adecuado es reconocerlas todas. Así, se pretende que en las escuelas tengan el mismo peso las versiones religiosas y las tesis científicas acerca de la creación del mundo. O, en otro caso, se deja en manos de cada profesor la decisión de enseñar educación sexual en la secundaria o de soslayar ese tema.
El desdén por la razón ha ido de la mano con el crecimiento de las derechas fundamentalistas. Las versiones ajustadas no a la realidad sino a las creencias de las personas, circulan con amplio desparpajo sin que las aclaraciones o los desmentidos logren atajarlas. En Estados Unidos, el 68 por ciento de los republicanos cree que en las elecciones de 2016 votaron millones de inmigrantes ilegales. Esa y muchas otras patrañas han sido tomadas como ciertas aunque no hayan sido publicadas en los medios de comunicación profesionales.
Cada vez más gente se entera de los acontecimientos públicos (o supone que lo hace) en las redes digitales. Los medios establecidos han perdido credibilidad no porque las audiencias sean más exigentes sino porque muchas personas prefieren informarse en espacios, profesionales o no, que se ajustan a sus preferencias o prejuicios. Además, desde el poder político se desacredita a los medios cuando difunden informaciones incómodas para los gobernantes. (Con un tono tan peyorativo como el de aquel que clama ¡Fake news! cada vez que una información le disgusta, hay quien cataloga, con resentida burla, como prensa fifí a la que no se ajusta a sus preferencias).
Durante tres décadas y media, y hasta el año pasado, Kakutani fue crítica de libros en The New York Times. Sus comentarios eran severos y sólidos. Esa preferencia por la palabra y la argumentación se advierte en las numerosas alusiones literarias en La muerte de la verdad. Apoyándose en el autor de 1984, explica: “Cuando la verdad es tan fragmentada, tan relativa, advierte Orwell, se abre un camino para que algún ‘líder, o alguna camarilla gobernante’ dicten lo que se debe creer: ‘Si el Líder dice de tal y tal evento ‘que nunca ocurrió’, bueno, pues nunca ocurrió’”.
En los medios, pero también en el escenario político, a la verdad se le ha reemplazado con la credibilidad. Más que los hechos, importa la impresión que se tenga de ellos. Más que las acciones o la capacidad de los gobernantes, se toma en cuenta su habilidad para convencer. Así ha ocurrido siempre, pero en otras etapas era frecuente que los dichos de los políticos fueran confrontados con los hechos. Ahora, mentiras y apreciaciones subjetivas suplantan a la verdad avaladas por los ecos que suscitan en las redes sociodigitales y en el sistema mediático que las replica. “Y como la verosimilitud reemplazó a la verdad como parámetro, ‘el arte de la recompensa social’ se convirtió en ‘hacer que las cosas parezcan ciertas’”, dice Kakutani.
Esa preferencia por las apariencias se expresa en un lenguaje gráfico, estereotipado y por lo general carente de matices. La receta no es nueva. Goebbels propalaba el supremacismo nazi a partir de “apelar a las emociones de la gente, no a sus intelectos; usar ‘fórmulas estereotipadas’, repetidas una y otra vez; atacar continuamente a los oponentes y etiquetarlos con frases distintivas o consignas que obtendrán reacciones viscerales de la audiencia”.
Donald Trump, dentro y fuera de Twitter, “es un troll, tanto por temperamento como por costumbre. Sus tuits y burlas espontáneas son la esencia misma del trolling: las mentiras, el desdén, la invectiva, las descalificaciones y las rabiosas falsedades de un airado, resentido, solitario y profundamente ensimismado adolescente que vive en una burbuja auto-construida y obtiene la atención que ansía apaleando a sus enemigos y dejando a su paso nubes de escándalo y aversión”. Ese es el presidente de Estados Unidos. Sin que le importe la relevancia del cargo que ocupa, Trump “tuitea y retuitea insultos, noticias falsas e insinuaciones traicioneras”.
Kakutani no ahorra expresiones categóricas para subrayar el precio de esa difuminación de la verdad cuando dice que la democracia estadounidense ha sido afectada por “las mentiras de Trump, sus esfuerzos para redefinir la realidad, su violación de las normas y las reglas y las tradiciones, su propagación de un discurso de odio, sus ataques a la prensa, a la justicia, al sistema electoral”.
ALACENA: El caudillo, el presidente
Cuando Andrés Manuel López Obrador niega la existencia de manejos financieros ilegales que han sido claramente expuestos y –peor– cuando clama que la sanción del INE es una venganza, atenta contra la verdad y se muestra como caudillo de una facción política y no como el próximo Presidente de la República por el que votaron sus electores. Al responder con imprecaciones a la escrupulosa indagación de la autoridad electoral, López Obrador remeda las pataletas de quienes en vez de argumentar se conforman con trollear y establece un ominoso antecedente para el comportamiento de su gobierno respecto de los organismos autónomos y las reglas de la democracia.