Mauricio Merino
El Universal
30/11/2016
Antes pensábamos para el futuro y pugnábamos por el mundo que tendríamos o que creíamos que podría edificarse. Hoy pensamos hacia atrás: buscamos cómo resolver los problemas que se han acumulado y que no sabemos enfrentar. Este giro no es trivial: cuando se piensa en el futuro, el espíritu vuela hacia la imaginación y es capaz de construir ideologías; inventar eso que no existe. Cuando sólo se mira hacia el pasado, no hay más remedio que apostar al pragmatismo.
El pensamiento político del Siglo XXI se revuelve entre el individualismo salvaje que nos propone la versión contemporánea del capitalismo, la indignación social pintada de ilusiones que tienden al totalitarismo y una oferta religiosa que se ocupa mucho menos de los problemas reales de este mundo, que de prometer paraísos exclusivos para los creyentes. En rigor, eso que llamábamos historia de las ideas políticas no se agotó por el triunfo de una sobre las demás, sino por el fracaso del conjunto. Ninguna de las versiones que nos inventamos ha conseguido resolver los grandes problemas de la civilización ni ofrecer un horizonte viable.
Huérfanos de ideas políticas sensatas, vamos tropezando entre ocurrencias para lidiar con las frustraciones que nos paralizan. Y en lugar de resolverlas, las profundizamos. Todo aquello que veíamos venir como amenaza hoy es vida cotidiana: el crecimiento demográfico y las aglomeraciones urbanas se nos han echado encima, desafiando al mismo tiempo el medio ambiente, la seguridad y el abasto en las ciudades. Sin soluciones disponibles para todos, hemos convertido las ideas políticas en ofertas de mercado, entre merolicos que gritan las virtudes de sus untos mientras se disputan la clientela. No es que todo lo sólido se desvanezca en el aire —Marx, citado por Berman—, sino que ya no existe nada sólido.
En ausencia de una idea política capaz de devolvernos la esperanza en el futuro, hemos optado por políticas que nos sugieren la existencia de respuestas tímidas a los problemas apremiantes. Definir el problema a la luz de las soluciones disponibles es la consigna de ese enfoque ansioso e incapaz de anclarse en algo más que una promesa democrática. Políticas públicas para ir lidiando con lo que se pueda, mientras la política se sigue corroyendo entre quienes buscan el poder entre los escombros que produce.
Ciegos a las circunstancias y carentes de un pensamiento político capaz de comprender y enfrentar el mundo que vivimos, nuestros líderes no aciertan sino a repetir los lugares comunes que alguna vez aprendieron de memoria. ¿Qué futuro pueden ofrecernos, cuando no hacen sino volver sobre sus propios pasos? No es extraño que los nacionalismos vengan de regreso, aquí, allá y en todas partes, presentados como cuevas para guarecerse de los problemas imposibles que, nos aseguran, vienen de todos lados menos de la casa propia. Cuando la tormenta arrecia lo único que buscamos es refugio.
Pero es mentira. La verdad es que somos muchos más y cada vez más viejos, más pobres, más hambrientos, más desiguales, más enconados y más solos. ¿Cuál es la ideología política que responde a esta contundente realidad? La tecnología que nos acerca —hoy mi hijo juega en la pantalla con amigos de tres países diferentes— no se traduce aún en una forma de pensamiento político que los hermane ni, mucho menos, les aleja de las dificultades que deben afrontar cuando apagan la computadora. La tecnología es un medio poderoso, pero los fines que buscamos perseguir están ausentes.
Me gustaría ver y promover una revolución de las conciencias; imaginar que todavía es posible concebir una filosofía política que nos devuelva la esperanza en el futuro, haciéndonos cargo del destino que nos ha tocado. Pero mientras eso llega a suceder, hay que armarse de paciencia y pasar el duelo por la muerte de las ideas políticas.