Raúl Trejo Delarbre
La Crónica
13/07/2020
La nueva intolerancia tiene coartadas en causas nobles. En defensa de mujeres, minorías sexuales y grupos raciales, pero también de ideologías y banderías políticas, hay quienes descartan y persiguen cualquier discurso que no se ajuste a los que han consagrado como adecuados. Con el pretexto de sancionar antiguas intolerancias, se incurre en nuevos y persecutorios fanatismos.
En Estados Unidos, la reivindicación de los negros, catapultada por el alevoso asesinato de George Floyd por parte de un policía, desató una muy plausible protesta social. Junto a ella, se han producido expresiones que van de la anécdota a la censura, e incluso la represalia, contra quienes no se comportan de acuerdo con nuevos cánones morales.
La empresa PepsiCo, propietaria de Aunt Jemima, la harina de hotcakes que durante 130 años se ha anunciado con la efigie de una negra, dijo que quitará esa ilustración de sus envases porque obedece a un estereotipo racial. Por la misma causa, la cadena HBO retiró de su catálogo en línea la película Lo que el viento se llevó. Más tarde la volvió a colocar pero con una introducción de cinco minutos en donde una profesora de la Universidad de Chicago explica que esa cinta no muestra la brutalidad del esclavismo durante la Guerra de Secesión, cuando transcurren los amoríos de la impetuosa Scarlett O’Hara.
En mayo, la profesora Rose Salceda fue despedida de la Universidad de Stanford después de que, en una conferencia en línea, citó varias veces una derivación de la palabra nigger, que es ofensiva para los negros. Salseda es profesora de Historia del Arte y, durante una charla en el curso Introducción a Estudios Comparativos en Raza y Etnicidad, citó una canción de hip hop en donde se repite esa expresión. Hay muchos otros casos como ése.
También se quedó sin trabajo el analista político David Shor, quien, a fines de mayo, mencionó en un tuit una investigación de un profesor de la Universidad de Princeton que encontró que las protestas antirraciales, cuando han sido violentas, coincidieron con disminuciones en el voto a favor del Partido Demócrata. Centenares de tuiteros catalogaron a Shor como promotor del racismo (cuando realmente había dicho lo contrario) y lograron que la empresa de consultoría para la que trabajaba lo despidiera.
En The New York Times, el director de Opinión, James Bennet, tuvo que renunciar después de las protestas ocasionadas por la publicación, el 3 de junio, de un agresivo artículo que exigía la intervención del Ejército contra los ciudadanos que protestaban por el asesinato de George Floyd. Aquel no era el texto de cualquier desquiciado, sino del senador estadunidense Tom Cotton, así que había motivos para publicarlo y, desde luego, para exhibir y cuestionar su intolerancia. Pero en vez de discutir el artículo, muchos de quienes se indignaron con él exigieron, y lograron, la salida del periodista que autorizó su publicación.
En otro incidente, en junio, la escritora inglesa J.K. Rowling, creadora de Harry Potter, fue acusada de fobia contra las personas transgénero cuando se burló en Twitter del encabezado de una nota que hacía alusión a “la gente que menstrúa”. A esa gente antes se le decía de otra manera, dijo la escritora en alusión a las mujeres. Ese comentario fue considerado como discriminatorio y Rowling tuvo que ofrecer una amplia explicación.
Esos son algunos de los muchos casos recientes de personas que, en la academia y en los medios digitales, han sido perseguidas porque se expresan en términos que no les gustan a quienes consideran que el lenguaje, pero también el pensamiento, la expresión artística, el análisis social y la historia, tienen que ajustarse a los cartabones que a ellos les parecen pertinentes. Se trata de un síndrome autoritario que cada vez se extiende más no sólo en el mundo anglosajón sino, con rasgos peculiares, también en países como el nuestro.
Por eso ha sido muy destacado el documento de más de 150 intelectuales que publicó la revista Harper’s el 7 de julio pasado. Con el título “Una carta sobre la justicia y el debate abierto”, escritores como Martin Amis, Margaret Atwood, John Banville, Paul Berman, Katha Pollit, Salman Rushdie y Gloria Steinem, suscriben esta declaración:
“Nuestras instituciones culturales enfrentan un momento de desafío. Se están desplegando poderosas protestas por la justicia racial y social junto con amplios llamados para una mayor equidad e inclusión a lo largo de nuestra sociedad, así como en la educación superior, el periodismo, la filantropía y las artes. Pero el reconocimiento de esta necesidad también ha intensificado una nueva colección de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y tolerancia de las diferencias en favor de la conformidad ideológica. Así como aplaudimos el primero de esos desarrollos, también levantamos nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas de iliberalismo están ganando fuerza en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, que representa una auténtica amenaza para la democracia. No se debe permitir que la resistencia se convierta en una forma de dogma y coerción —algo que los demagogos de derecha ya están explotando—. La inclusión democrática a la que aspiramos sólo puede ser alcanzada si nos manifestamos contra el clima de intolerancia que se ha instalado en todos los ámbitos”.
La carta es respaldada por analistas políticos y científicos sociales como Noam Chomsky, Francis Fukuyama, Todd Gitlin, Malcolm Gladwell. Enrique Krauze, Mark Lilla, Steven Pinker, Michael Walser y por artistas como el músico Wynton Marsalis. Allí se dice también:
“El libre intercambio de información e ideas, que es la savia de una sociedad liberal, se está volviendo cada vez más restringido. Si bien eso es lo que esperábamos de la derecha radical, la censura también se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia a los puntos de vista opuestos, la moda de la vergüenza pública y el ostracismo, y la tendencia a disolver complejos asuntos políticos con una enceguecedora certeza moral. Defendemos el valor de un robusto e inclusive cáustico contradiscurso desde todos los sectores. Pero se ha vuelto común escuchar llamados para que haya una severa y rápida represalia a las que se considera como transgresiones de la expresión y el pensamiento. Todavía más problemático es que los líderes de las instituciones, con un espíritu de despavorido control de daños, están ofreciendo apresurados y desproporcionados castigos en vez de considerar reformas. Hay editores despedidos por publicar piezas controversiales; libros retirados por supuesta inautenticidad; periodistas a quienes se les prohibe escribir acerca de ciertos temas; profesores investigados por citar obras literarias en clase; un investigador es despedido por difundir un estudio académico que ha sido avalado en una revisión de pares; y quienes encabezan a las organizaciones son expulsados por las que a veces no son más que torpes equivocaciones. Cualesquiera que sean los argumentos en cada incidente específico, el resultado ha sido un continuo estrechamiento de las fronteras de lo que se puede decir sin la amenaza de una represalia. Ya estamos pagando el precio de una mayor aversión al riesgo entre escritores, artistas y periodistas que temen perder sus medios de sustento si se apartan del consenso, o incluso si no son suficientemente esmerados para expresar que están de acuerdo con él”.
Algunos de los firmantes de la carta han padecido represalias por expresar puntos de vista que irritan a grupos fundamentalistas. Así le sucedió a la antes mencionada J. K. Rowling y al profesor Ian Buruma, que fue despedido como editor de The New York Review of Books por publicar un artículo de un conductor de radio canadiense acusado de violencia sexual (esta columna comentó el 1 de abril del año pasado el despido y las razones de Buruma). La carta abierta termina así:
“Esta sofocante atmósfera a final de cuentas lastimará las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción al debate, ya sea por parte de un gobierno represivo o una sociedad intolerante, invariablemente perjudica a aquellos que carecen de poder y hace a todos menos capaces de tener una participación democrática. El camino para enfrentar las malas ideas es exponer, argumentar y persuadir, no tratando de silenciarlas o deseando que desaparezcan. Rechazamos cualquier falsa disyuntiva entre justicia y libertad, las cuales no pueden existir una sin la otra. Como escritores, necesitamos una cultura que nos dé espacio para la experimentación, para tomar riesgos e incluso para cometer errores.
Necesitamos preservar la posibilidad del desacuerdo de buena fe sin desmedidas consecuencias profesionales. Si no defendemos eso de lo que precisamente depende nuestro trabajo, no deberíamos esperar que el público o el Estado lo defiendan por nosotros”.
Sin discrepancia no hay democracia. La expresión libre y la circulación de ideas y apreciaciones críticas son indispensables en toda sociedad que quiere tener contrapesos al autoritarismo, al fundamentalismo y a la demagogia. Ninguna causa, por noble que parezca, justifica la censura y menos aún los intentos para reemplazar a la pluralidad y la libertad con la intolerancia del pensamiento único.