Jacqueline Peschard
El Universal
01/06/2015
Hace 21 años, en 1994, celebramos que por primera vez en la historia, la legislación electoral permitiera la presencia de observadores electorales nacionales y visitantes extranjeros que sometieran a la autoridad a un puntual escrutinio.
La observación electoral es una práctica recurrente en contextos de transición democrática y su función es vigilar que la autoridad se desempeñe con estricto apego a la norma para garantizar imparcialidad y para que los resultados electorales sean el reflejo fiel de la voluntad de los ciudadanos.
Durante años, el gobierno mexicano se resistió a la observación electoral, argumentando que la organización de los comicios era una función soberana del Estado, por lo que abrir la puerta a extranjeros para que vigilaran a las autoridades electorales era reconocer cierta subordinación a un poder ajeno. Permitir observadores nacionales era inaceptable porque implicaba admitir que las autoridades encargadas, de acuerdo con el marco legal establecido, carecían de legitimidad, es decir, era avalar que el régimen legal era deficiente.
En estos dos decenios, las cosas han cambiado, pues mientras que en aquella primera ocasión se registró una avalancha de 82,000 observadores y 993 visitantes extranjeros, hoy sólo tendremos 14,653 y 147, respectivamente, lo que muestra que la autoridad electoral ha ganado confianza internacional y que hemos avanzado en la normalización de la administración de las elecciones.
A pesar de que las conclusiones de la observación electoral no tienen impacto en los resultados electorales, todavía en el 2000, una de las organizaciones internacionales visitantes pretendió erigirse en autoridad y salir a dar a conocer los resultados de los conteos rápidos, supuestamente para inyectarles credibilidad, ignorando que el IFE estaba plenamente equipado para asumir dicha función.
Es cierto que ha cambiado el foco de atención de los observadores, pues originalmente se centraba en lo que sucedía en las casillas el día de la jornada electoral, para verificar que no interfiriera el gobierno en el escrutinio y que pudieran votar todos los inscritos en la lista nominal. Hoy, en cambio, los ojos de los observadores están en los más variados eslabones del proceso comicial en su conjunto y abarcan desde el financiamiento y fiscalización de los partidos, hasta el papel de los medios de comunicación, la participación electoral de diferentes grupos vulnerables como los indígenas, o los discapacitados, el papel de las redes sociales en las campañas y, desde luego, el ejercicio del voto en zonas de elevados niveles de violencia.
Este año, al igual que en cada elección federal, el gobierno, el INE y el Tribunal Electoral conformaron un fondo de 30 millones de pesos para apoyar a organizaciones sociales interesadas en observar las diferentes facetas del proceso. La administración de los recursos quedó en manos del Centro de Asesoría y Promoción Electoral del Instituto Interamericano de Derechos Humanos y la decisión de a quién asignarlos en un Comité de Expertos que realizó un trabajo voluntario. De los 88 proyectos presentados, 39 recibieron financiamiento, en función de la relevancia de la propuesta, de la adecuada ruta metodológica y de la viabilidad de las tareas a realizar.
Hoy, al igual que hace 21 años, las autoridades siguen siendo no sólo promotores de la observación electoral, sino sus sostenes económicos. No nos hacemos cargo de que las organizaciones sociales ya no son menores de edad y que han desarrollado capacidades para conseguir fondos para cumplir sus objetivos. Tampoco reconocemos que aunque las autoridades electorales han demostrado ser capaces de organizar elecciones libres y competidas, siguen cargando con el síndrome del fraude que las obliga a financiar a sus vigilantes, los observadores electorales.