Ricardo Becerra
La Crónica
27/12/2022
«¿No hay nada más que tumbas en este planeta?» exclamó con terror, un cosmonauta de la tripulación que ha llegado a un mundo trabado entre dos formas de vida. Una, esgrime un supuesto derecho de exterminar a la otra por asumirse superior. Frente a ellos, se extendía una zanja kilométrica repleta de lo que parecen ser cuerpos no humanos:
“Los hombres apenas podían respirar por el hedor… Luego comenzaron a distinguir figuras separadas. Algunas criaturas yacían con la joroba hacia arriba, otras de costado; frágiles torsos con pequeños rostros vueltos hacia arriba estaban encajados entre enormes músculos, y sus troncos yacían entremezclados con manos diminutas, dedos nudosos, que colgaban flácidos. Los cuerpos hinchados estaban cubiertos de manchas amarillas y húmedas”
Cito a la novela “El Edén”, lugar del que los viajeros no saben casi nada, solo orografía, condición atmosférica, algo de su biología. ¿Lo que están mirando son restos de vida inteligente, un tipo de ganado domesticado o una serie de androides defectuosos?
En la que quizas sea su historia más conocida (“Solaris”, gracias al cine) los humanos que flotan alrededor se enfrentan con un mar -una masa acuosa pero froidianamente inteligente- que los enfrenta a sus temores y a los seres queridos de los que no pueden separarse, aunque los crean olvidados. La soledad es amplificada por aquella inteligencia sin forma.
Se trata de algunos de los hilos argumentales del más áspero de los autores de ciencia ficción: Stanislaw Lem.
Porque lo suyo no era el de la maldad de humanos contra otros humanos, sino de otra realidad, cósmica, terrorífica y -en lo que constituye su máximo talento- apenas descriptible: una alucinante variedad de situaciones escenificadas en un cosmos despiadado, indiferente al insignificante destino de la humanidad, en la que confiaba poco.
Como pasa con todos los grandes autores, siempre flota la sensación de que -al cabo- no lo he comprendido del todo. Creo que lo he leído casi completo (dadas las ediciones disponibles en español) hasta que llegó a México una biografía espectacular por su meticulosidad, por su ambición abaracadora y por su respeto al autor: “Una vida que no es de estre mundo”, de W. Orlinski (editorial Impedimenta, 2022).
Lem forma parte de la gran estirpe (Asimov, Wells, Dick, Clarke, Ballard o Bradbury) quienes dieron la vuelta al optimismo de Verne: no importan los saltos de la ciencia o del conocimiento, no importa el avance tecnológico, el sentido trágico de la existencia humana persiste.
Lean «El regreso de las estrellas», “La Voz del Amo” y sobre todo, “El hospital de la transfiguración” no importa, en el futuro, por lejano que esté y por avanzadas que sean las condiciones técnicas, la condición humana continuará siendo tan dramática como en el ciclo griego de Esquilo.
Un poeta trastornado dice, en su novela: “Alguien que puede estar de pie y ver morir a la persona que más ama y, sin querer, escoger todo lo que vale la pena describir, hasta la última convulsión, eso es un escritor de verdad”. Todo, mientras avanza el ejército nazi para ultimar a los anormales, los locos, residentes en aquel hospital.
Orlinski y el crítico norteamericano Caleb Crain, ven en cada cuento, novela o relato de Lem, lo que yo no alcancé: como si antropólogos de otros mundos, en su visita, aterrizaran en Auschwitz e intentaran construir un modelo racional de la sociedad sobre la evidencia que encontraron allí.
Tienen razón: lo que subyace a lo largo de toda la obra de Lem, es el intento de “una visión exterior a la historia” y la observación alienígena de la extrema experiencia, de nuestra maldad política. Ese es, Stanislaw Lem.