Rolando Cordera Campos
La Jornada
26/08/2018
La sociedad mexicana que hoy celebra la confirmación del pluralismo ganado hace casi 30 años, carga con un inventario de desventuras y agravios que no deberíamos menospreciar. De adversidad en adversidad y de crisis en crisis, han sido muy pocos los que han podido disfrutar de momentos más o menos largos de prosperidad material y expectativas de progreso creíbles por duraderas.
Podríamos decir que de aquí se arranca y que el borrón y cuenta nueva es insuficiente para darle a la esperanza despertada por la contienda electoral y sus resultados una materialidad de la que hasta hoy han carecido.
Ni la administración de la abundancia a la que convocara el presidente López Portillo, ni la posibilidad de entrar al Primer Mundo que postulara el presidente Salinas, tuvieron una correspondencia monetaria, física o institucional que diese sustento a esas convocatorias. Ambas destinadas a darle continuidad sin continuismo
a la retórica y mitología heredadas de la Revolución Mexicana y que sus herederos quisieron convertir en perenne ideología.
La pretensión de cambiar sin herir o de no hacerlo directamente, fue cultivada por estos presidentes y sus seguidores, seguros como estaban de la fortaleza de la lealtad de los mexicanos al sistema político económico. Este sistema se condensaba en el Estado visto, entendido y hasta vivido como proeza histórica por muchos de sus usufructuarios. Hasta llegó a pensarse que se podían realizar operaciones de cirugía mayor en y a sus relaciones sociales e instituciones fundamentales, sin alterar su naturaleza y esencia, menos los usos y abusos del poder que les conferían seguridad a quienes llevaban las riendas. Quienes cada vez estaban menos dotados de la legitimidad mínima que daba el contacto con las masas, la complicidad de los dirigentes o la paciencia de los pobladores.
Lo notable es que ahora que, tal forma de vivir la comunidad y el Estado parece haber llegado a su fin, no sepamos bien a bien cómo lidiar con esta peculiar orfandad. Ésta, por lo demás, ha sido prestamente subsanada por una coalición social formidable, vuelta fuerza política gobernante en un santiamén, pero todavía no dotada de las destrezas y habilidades que a sus grupos les permitan convertirse en dirigentes de un nuevo Estado.
Una trama institucional tupida y compleja, que lo primero que tiene que ofrecer es protección, disposición al diálogo y la convergencia y potencialidades para empujar al país por una promisoria senda de crecimiento económico y progreso social, con justicia en el reparto de los bienes y las oportunidades sin esperar lealtad
alguna, salvo la contribución al bien general mediante una solidaridad comprometida con ir más allá de la caridad. Y decidida a ir pronto a la política y la innovación institucional, única forma de acumular la energía social desatada por la campaña y la elección.
Se trata en efecto de una sucesión presidencial a la mexicana… como la de 1910. El reto es evitar que su secuela se repita.